Un totumado de agua

Miles de luchadores silenciosos como el negro Mateo Caballero murieron en el anonimato en las muchas batallas de las cruentas guerras de emancipación habidas en nuestro territorio. Docenas de decretos y promesas fallidas dieron al traste con el coraje de todos aquellos que se rompieron el pellejo para que sus hijos vivieran en libertad. La esclavitud terminó al fin, pero la ley antiabolicionista solo se aprobó cuando se protegió el derecho a la propiedad privada de los esclavistas.

Los tiempos estaban cambiando. Una generación de nuevas guerras civiles apremiaba y una renaciente estirpe domesticada se aprestaba a cultivar las grandes extensiones de los campos recién liberados. De un plumazo se habían convertido en vasallos, luego en siervos y peones, posteriormente en obreros. Pero el nivel de analfabetismo siempre sería el mismo; por lo tanto, el cambio de nombre sería tan solo un eufemismo.

Los “desgraciados” siempre han dependido del amo, del brujo, de los comerciantes del cura y del sistema, por sí solos capaces de atraer maldiciones y muerte a todo aquel que pretendiera seguir reglas individuales. Colectivamente, los desvalidos han sido empujados una y otra vez hacia la miseria.

Sin embargo, ahora podían cosechar su tierra y pagar con su mano de obra al patrón. Este, en una desbordada muestra de generosidad, les permitía vivir en sus antiguas barracas, donde además acechaba a las negras y zambas que merced al derecho de pernada le darían hijos capaces de mandar, porque los negros y los indios no traían esa “virtud” en su sangre. Las grandes conquistas laborales tardarían otros setenta años. Pero en esa larga y desigual lucha, cualquier pequeño logro sería importante, y quien quiera que lo hiciera posible entraba en el honroso panteón de héroes anónimos que circulaba subrepticiamente en bembés y bocas de insurrectos, en cánticos y rezos.

El negro Mateo se destacaba por su corpulencia y fortaleza física, y porque nadie lo seguía a la hora de comer. Al desayuno se tragaba tres yucas de cuarta, un ñame del tamaño de un morrocoy, tres guineos cocidos con cuatro onzas de queso costeño y medio calabazo de suero atolla-buey. De almuerzo y cena no le bastaba con un plato hondo de “arroz volao”, tres plátanos asados, cuatro huevos cocidos y una tira de carne salada de cualquier animal… Como particularidad, siempre remataba con una totuma de agua. Trabajaba como un burro, no le escurría a ningún oficio y sus manos grandes como un par de canaletes contenían la fuerza de dos mulos de carga. Sus puños de arroz hacían el doble de los normales y a la hora de pilar no paraba, mientras un solo grano de afrecho se resistiera a sus manotazos. El verano pasado en el tajo, cuando el sol del medio día arreciaba, decidió sentarse para comer la zarapa que su negra le había envuelto en hojas de bijao: un bocachico de dos cuartas en viuda y una ración considerable de plátanos sancochados que engulló en par trancazos.

El calabazo aguatero ya estaba seco. Mientras los demás volvieron al corte, él seguía buscando infructuosamente en las cuarenta fanegadas del arrozal un arroyo o un ojo de agua que le permitiera requintar. A punto del desespero, uno de los trabajadores le señaló la pisada de un casco de vaca que contenía un líquido espumoso, en el que una rana triste y escuálida había hecho su guarida.

Acosado por el sol y la sed, todos vieron cuando el negro Mateo cortó una hoja de platanillo, la dobló en cuatro, fabricó un embudo con el que apartó la espuma donde la rana se ocultaba, y se tomó el contenido de la huella sin espabilar. La historia era motivo de risa en las barracas, no así para el patrón, que comenzaba a fastidiarse de que siempre tuviera que completar con agua, como si lo que le servían no fuera suficiente para llenar su estómago de buey ,y no satisfecho con ello, coronaba la faena con un eructo grosero que todos festejaban a rabiar.

Aprovechando el día de san Mateo, el patrón ordenó matar un puerco para que se lo asaran solo a él. Éste lo devoró con ganas y agradeciendo con voz ronca la generosidad de su amo, eructó con estrépito y pidió una totuma de agua, tal como había hecho el año anterior con el pavo. Muerto de la ira y decidido a llenarlo, al año siguiente el patrón determinó sacrificarle el novillo más gordo que tenía, pues ya corría el rumor entre chanzas de borrachos y toque de tambores que el negro Mateo siempre quedaba con hambre, y no podía permitir ese desaire.

Sabía que mientras no lo llenara, el peón mantendría esa arrogancia zaramulla que le permitía mirar a los ojos a Mateo y hacerse el invencible. Con parsimonia, vestido con camisón de algodón crudo, Mateo se dispuso para su ritual gastronómico. Se sentó a la mesa rústica de los trabajadores cuando el sol apenas alcanzaba el techo del cielo y, ante la mirada expectante de todos, se dio a la tarea de acabar bocado a bocado al enorme novillo asado.

Las apuestas entre los trabajadores iban subiendo. Nadie entendía por qué el patrón privilegiaba tanto a Mateo, si había varios negros que se sospechaba eran hijos suyos también y a nadie más le hacía fiesta. En pequeños grupos se paseaban ansiosos por los alrededores del patio, haciendo todo tipo de conjeturas y recelando su suerte. Los eructos iban aumentando de frecuencia y de tono a medida que la tarde avanzaba.

El tiempo se desvanecía igual que el tamaño del novillo entre sus mandíbulas de hierro. Cuando Mateo lanzaba los huesos pelados al aire, el patrón descargaba su ira con el látigo, fingiendo separar la algarabía que los perros formaban para atraparlos antes de caer. Ya las gallinas hacía rato se habían acostado y un descomunal eructo las despertó, sacudiendo el palo donde dormían, como si una bandada de guacamayas se hubiera espantado. Las risotadas de los labriegos no lograron apagar el sonido ronco del peón cuando, sin mirar a nadie, le pidió a su negra la consabida totuma del agua. El patrón no lo podía creer: ¿cómo era posible que después de semejante comilona, esa bestia aún tuviera estómago para tomarse una totuma de agua? Lleno de rabia, se le abalanzó y lo agarró por el pescuezo que apenas si podía abarcar con sus dos manos:

— ¿Por qué me humillas así, negro? —, Le dijo zarandeándolo, — ¿Qué tengo que hacer, cuántos animales tengo que matarte para hartarte y saciar tu hambre?

—Yo no lo humillo patrón, dijo Mateo, quien no alcanzaba a salir de su asombro. Es el día de mi santo— concluyó, a manera de explicación.

— ¿Ajá, y la totuma de agua, por qué siempre tienes que pedir una totuma de agua como si nunca te llenaras?

 —Perdone patrón, dijo el hombre agachando la mirada— yo estoy lleno. Desde chiquito mi mamá me enseñó que hay que requintar con agua porque es buena para la digestión.

Avergonzado, el patrón fue soltando poco a poco el pescuezo del hombre, y se alejó limpiando sus manos en el pantalón. Una vez su ira y su orgullo herido sanaron, ordenó que a todos sus peones se repartiera una totuma de agua después de cada comida. (F)

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