Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Esta mujer llevará toda su vida entregada a la labor de consentir la tierra. La veo desde su infancia cultivando y recogiendo la cosecha. Primero fue niña, luego adolescente, después madre y hoy, seguro que será abuela. Desde siempre se habrá levantado al despuntar el alba y acostado pocas horas después de la aparición de la luna.
Durante su existencia, muchos días, con los primeros rayos de sol, sus manos habrán buscado en la tierra las mejores cualidades para poblarla de semillas con el fin de recoger estos frutos que con orgullo luce cada vez que la cosecha ha anunciado su llegada. Otras jornadas vigilará con celo que los bichos no estropeen ni se devoren las plantas que brotan mientras los tubérculos dentro de la tierra nacen y se robustecen.
Estas manos que hasta el último de sus días acariciarán la tierra, estos bellos ojos circundados por múltiples arrugas, esta enorme sonrisa desdentada, esas lindas trenzas propias de su cultura campesina, y ese corazón que late gracias a su proximidad con el territorio donde ha nacido, crecido y envejecido, nos dicen con mucha ternura que ella es una de los millones de personas indispensables que cada día en el mundo consiguen que los demás seres humanos del planeta tengamos alimentos en nuestra mesa.
Esta preciosa imagen nos recuerda que, por fortuna, en todos los rincones de este globo que habitamos, existen los verdaderos héroes y heroínas que hacen que nuestra especie y las otras, sobrevivan gracias a los mimos que durante milenios, ellos, generosamente, y pese al olvido en que los mantenemos, le han prodigado a la tierra para mantenerla fértil.
Gracias a estos grandes seres humanos, todavía, nosotros, los demás, quienes a través de la historia despectivamente los hemos ignorado, somos aún criaturas fecundas. Estas mujeres y hombres escondidos por la historia, son precisamente quienes nos han permitido perpetuarnos.