Sueño con volver a ser la niña que entonces soñaba

Por OLGA GAYÓN/Bruselas

Recuerdo el día en que me di cuenta de que a mi hermana mayor, mi compañera de juegos, le habían brotado los pechos. ¡Cuánto quise tener su edad para presumir de eso tan hermoso que se nos había negado a las niñas! Ella, rubia y de ojos azules, lucía imponente con esa maravilla que le acababa de regalar su naturaleza de adolescente. A partir de este gran acontecimiento mi compañera de ficciones dejó de ser mi colega, para mutar en mi gran sueño y, por qué no, también en la descomunal frustración de mi alma de niña.

Confieso que la envidié. Tan pronto caí en que mi hermana ya no era una niña simplona como yo, corrí al espejo, me deshice de la blusa y comprobé que mi torso estaba tan liso como la tabla de la mesa del comedor. El cristal me devolvía la imagen de una cría sin gracia, sin atributos. Desde entonces soñé con el día en que mi madre me entregara mi primer sujetador. ¡Oh, pero qué prenda tan atractiva y deseada! ¿Cómo sería ese momento en el que, tras mirar mis pechos, inmediatamente después los taparía con esa joya del vestuario de una mujer? Cuando eso fuera realidad, antes que la lámina que había dejado de ser, al doblar una esquina aparecerían mis hermosos pechos anunciando que abrieran paso, que hicieran una calle de honor porque había hecho su entrada la hermosa mujer en la que me había transformado.

«La fotografía rueda por las redes sociales. Desconozco a su fotógraf@ y a la soñadora».

Soñaba y soñaba con mirarme desnuda ante el espejo y ver frente a mí a una mujer que ahora podía llevar hermosos trajes diseñados para realzar su belleza. Sí. Porque únicamente la hermosura me garantizaría ser una mujer de éxito, de esas que salían en los anuncios o aquellas que desde el escenario, cantando o cara a la cámara, trabajaban en el cine y la televisión. Pero, ¿y si resulta que soy más fea de lo que creo y me convierto en una chica de esas que se quedan esperando durante toda la fiesta a que un atractivo chico las invite a bailar? ¡Qué va! ¡Mis pechos me asegurarían mi notoriedad allá o adonde fuera!

Mis pechos llevan conmigo más de cuatro décadas. Ahora los aprecio incluso más que cuando era esa niña que soñaba con poder alardear de ellos. Mis pechos han sido amados, desamados e ignorados. Mis pechos han podido alimentar una vida nueva. Mis pechos ya no son jóvenes y ya no requieren de aplausos por haberse presentado en las esquinas antes que yo. Ellos, junto con las demás partes de mi cuerpo, hacen parte de esta mujer en la que me he convertido con el paso de los años: son tan naturales en mi físico como los son mis ojos o los dedos con los que ahora escribo.

Mis pechos están siempre conmigo. Ya no sueño con ellos como una utopía inalcanzable. Pero quizás lo que ya no llevo a todo instante en mi espíritu, es esa capacidad de soñar, soñar y volver a soñar sin despertarme. Eso echo en falta de mi candidez de entonces. ¡Cuánto me encantaría volver a ser esa niña que envidiaba los pechos de las demás mujeres! Ahora sueño con regresar a mis días en los que el mundo era un amasijo de deseos, una perfecta fusión entre mis juegos y mis fantasías y una gran frustración por verme ante el espejo como una tabla sin protuberancias.

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