Por JORGE SENIOR
De Alfonso López Michelsen se decía que “pone a pensar al país”. Efectivamente, en el país de los ciegos el tuerto es rey y de vez en cuando López lanzaba ideas al desierto de la escena política rutinaria, que lograba mover un poco las neuronas congeladas del país y producía algún debate ideológico. De Gustavo Petro no se dice lo mismo, no se lo trata con tanta consideración. Y, sin embargo, él sí que pone a pensar al país.
En la era del Twitter el presidente Petro irradia ideas, aparentemente sueltas, que se propagan como ondas telúricas por las redes sociales y luego son distorsionadas por el ruido de los medios con sus analistas y pseudo analistas en sus famosos ‘relatos periodísticos’, con los que intentan asentar ciertas matrices de opinión. Esos pseudo análisis a veces son tan superficiales que no contextualizan ni profundizan en el contenido de las ideas, sino que se dedican a buscarle el lado dizque “noticioso”, que en realidad es una manipulación de la información acorde a la línea política e ideológica del medio de comunicación. Antes los medios tenían la entereza, la transparencia y la sinceridad de identificarse como liberales y conservadores, pero esa cualidad la perdieron para entrar al mundo de la simulación propio del presente siglo. Simulan una neutralidad e independencia que en su mayoría no tienen.
Las ideas que irradia el presidente Petro no son ocurrencias sueltas, aunque el tiempo frenético del Twitter no ayuda y al gobierno le falta acompañar la herramienta comunicativa instantánea con la producción de más comunicados oficiales y de documentos bien pensados y elaborados con serenidad y profundidad. Pese a este defecto, la coherencia del pensamiento de Petro es evidente para todo aquel que examine su evolución, desde el M-19 hasta el presente como líder del poder ejecutivo nacional, pasando por su trayectoria legislativa y en la alcaldía de Bogotá. Tampoco ayuda la debilidad de la organización política que acompaña al gobierno, producto en parte de las ideas de Petro al respecto, siguiendo las tesis de las multitudes de Toni Negri. Una visión que puede resultar costosa para lo que intenta ser un proceso de transformación profunda de la nación.
En lugar de ocurrencias, hay un proyecto político que en el fondo es un producto supraindividual, que debe colectivizarse mucho más. Pero ese proyecto político no está escrito en ninguna parte, se halla disperso en discursos, entrevistas y escritos, lo cual conlleva a que no se alcance a percibir su coherencia, puesto que al observador le llega un panorama fragmentado y muchas veces distorsionado por el ruido mediático, como ya expliqué.
Petro escribió un libro autobiográfico que comenté en una columna anterior, pero, aunque allí hay elementos, no es una exposición analítica sino narrativa. El concejal de Bogotá José Cuesta Novoa, filósofo de la Universidad Nacional, intentó suplir esa carencia con un libro titulado Pensamiento político de Petro, de Editorial Aurora, pero creo que no logra ofrecer una visión de conjunto apropiada. Ese texto lo comentaré en otra ocasión.
Ahora quiero analizar, el cuestionamiento que Petro hizo recientemente al acuerdo paz de 2016 entre el Estado colombiano y el grupo FARC. Tal cuestionamiento no se puede entender sino desde el marco teórico del proyecto político de humanismo progresista que el presidente lidera.
La crítica que hace Petro, repensando la paz de 2016, es pertinente. Ante todo es una crítica comprensiva a las FARC, una guerrilla campesina que siempre fue expresión de un mundo rural, de ahí sus comprensibles limitaciones. Por tanto, de las FARC no podía esperarse una visión moderna de nación. Y respecto al gobierno Santos, su limitación provenía de su concepción liberal elitista y centralista.
Para algunos la paz se mide exclusivamente en reducción de indicadores de violencia. Otros la concebimos como superación de la exclusión y la marginalidad de amplios sectores de la sociedad. Y -parafraseando a Turbay- como la reducción de la desigualdad a «sus justas proporciones». Esto implica un cambio de modelo económico, político, social, militar y cultural. Nada menos.
¿O acaso puede haber paz bajo el imperio de una doctrina militar centrada en el supuesto “enemigo interno”, que produjo un fenómeno criminal sistemático como los ‘falsos positivos’? Una concepción clasista de la fuerza pública que no sólo se expresa en la estructura jerárquica y en la propia carrera profesional de policías y militares, sino además en el alineamiento de sus sucesivas cúpulas con la ultraderecha colombiana y estadounidense, constituye un obstáculo para la paz en democracia. Y eso no se cambia de la noche a la mañana.
En el evento Conversaciones PRO de Pro-Antioquia, el presidente insistió esta semana en algo que muchas veces ha expuesto: la necesidad de cambiar el modelo económico premoderno de semicapitalismo rentista, especulativo, excluyente y depredador del medio ambiente, que privilegia al capital financiero y a terratenientes, y que reproduce la corrupción estructural del sistema. Un modelo extractivista en su máxima expresión. En su lugar se propone un modelo moderno de capitalismo productivo, innovador e incluyente, que privilegia el Bien común y, por ende, al medio ambiente. De ahí que enfatizara en el conocimiento y la industrialización, así como otras veces lo ha hecho con la transición energética y la mitigación del calentamiento global. Nada de eso se contempla en el acuerdo de 2016, que apenas atiende la asignatura pendiente de la reforma agraria y a medias el narcotráfico.
El acuerdo de 2016 es tan limitado como limitada era la visión de las FARC y el horizonte de intereses que representaba el gobierno de Santos. Ese acuerdo debe cumplirse a cabalidad, pero más allá debe ampliarse para articularse con el gran torrente de la transformación profunda de Colombia, que sólo es posible con el diálogo nacional, como propusiera Jaime Bateman Cayón hace más de cuatro décadas. La esencia de la paz total es el Acuerdo Nacional, como bien lo entendió Álvaro Gómez Hurtado en sus últimos días, no los tecnicismos de los expertos.