Rebeldía, una divinidad salvaje

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Su mundo húmedo y espeso estaba hecho de oscuridad. Cuando la noche salía del río en forma de lechuza y arropaba el monte, él la seguía por las trochas que antes fueron del tigre y la pantera; superando el miedo cotejó sus huellas y se supo pariente y heredero. El rugido sordo de la selva latía en su interior; el canturreo de los pájaros trasnochadores, el grito del mono cotudo, la vegetación parda y recóndita creciendo a su paso, la manigua trenzada ante su asombro temeroso y frágil; todo un universo salvaje retorciéndose en sus tripas como un desafío. Entre bejucos y sombras fantasmales, le era difícil determinar qué cazar y qué representaba un riesgo; una forma agazapada en la penumbra podía saltar y devorarlo de un mordisco, pero descubrió que su cuerpo era más ágil e imperecedero que la serpiente, y que sus ojos eran un par de estrellas.

En un juego perverso los muchachos lo tiraban al río, y él, a punto de ahogarse, regresaba cada vez más fuerte y vehemente. Al verlos, la alemana, una pelirroja irascible y mal hablada, les arengaba en su lengua. Una vez terminado el taller de teatro que ella dictó a los jóvenes del pueblo, estos le regalaron el gato.
-Es del color de la noche-, dijo ella, cuando le advirtieron de los agüeros en torno a su pelo negro, como debe ser un gato de vida noctámbula que se mueve entre el peligro y las tinieblas. Es elegante, preciso en sus movimientos, perfecto; derrocha ternura, gracia e indolencia, como todos los dioses; no en vano sus atributos fueron venerados en el antiguo Egipto, donde era considerado sagrado y gozaba de aprecio singular. A su muerte, la familia entraba en una profunda tristeza y se afeitaba las cejas en señal de duelo.

“Lo he sorprendido calculando la frecuencia de otros pájaros hacia un punto del follaje”.

La alemana lo trajo a Medellín, lo llamó Rebeldía. Luego de una azarosa vida urbana, le aconsejaron castrarlo, debido a los escándalos con las gatas vecinas sobre los tejados. Pero su rebeldía no estaba en sus testículos, sino en su espíritu. Con ella fue feliz, pero encontró que ser gato negro, efectivamente, no era un buen augurio. Pronto debía emigrar de nuevo. Terminado el convenio cultural, la alemana tuvo que regresar a su tierra natal y, como en “El gato con botas”, a su partida lo heredamos, sin molino y sin burro, pero con un perro casi sordo y ciego que murió al poco tiempo. De niño yo pensaba que las personas que tenían gatos eran prejuiciosas, temían a la oscuridad y ocultaban algo, quizá por eso no lo quería, y él lo sabía. Evocando los tiempos de su infancia salvaje, apenas llegó a nuestra casa se internó en el monte, donde no cazó conejos y perdices para llevarle al rey, porque tal vez en su cuento yo era el ogro malvado

Vivió entonces un retiro de anacoreta en un abandonado solar vecino durante más de un mes, persiguiendo mariposas nocturnas, comiendo lagartijas, ratas y grillos, ocultándose de nuestra persistente búsqueda.
Una noche de invierno apareció tiritando en las ramas de un mango; maullaba desconsolado, parecía asustado. Desde allí tenía acceso a nuestro cuarto a través de la ventana; quizá desde las sombras nos estuviera espiando todo ese tiempo para saber si éramos dignos de su compañía, de su protección. Le pusimos comederos en distintos puntos. A cambio, por las noches nos traía una o dos ratas que dejaba subrepticiamente sobre la cama. Con los días se mudó a vivir al sótano de la casa y luego al cuarto. Cuando sobre el yarumo, las guacharacas y los azulejos anunciaban los destellos del amanecer, Rebeldía salía a patrullar los alrededores; tomó posesión del territorio, desterró tórtolas y torcaces, y con sus plumas adornó la cama en que dormía. Los gatólogos suelen decir que son ofrendas de agradecimiento, pero he rescatado algunos plumíferos de sus garras y pude ver en su mirada que no le hacía gracia. Él quería clavar sus uñas filudas en su piel, como tantas veces lo hizo en las manos de los muchachos que lo tiraban al río.

Desde el balcón de mi taller lo he visto embelesado con el vuelo estático del colibrí sobre las flores, y el picoteo distraído de los cucaracheros. Lo he sorprendido calculando la frecuencia de otros pájaros hacia un punto del follaje, agazapado los ve ir una y otra vez hecho el pendejo; los sabe construyendo su nido con pajitas y ramas secas, espera. Luego los contempla llevando gusanitos en sus picos y con aparente desinterés escucha piar a los polluelos. Con el rabo del ojo creo ver saltar una mancha oscura sobre el mango, hacer malabares sobre las ramas y alborotar el nido con la destreza de un pirata. Es un verdadero desgraciado. Con su botín entre los colmillos huye, mientras una pareja de pájaros color marrón lo persigue sin tregua. No teme morir, sabe que tiene varias vidas de repuesto. En dos años su instinto salvaje ha desterrado a las 17 especies de aves que Steve Cagan, fotógrafo norteamericano, reseñó y clasificó en nuestro patio.

La otra noche escuché un tropel feroz entre los árboles. Gruñidos, rezongos y aspavientos como de un aquelarre. En la madrugada el gato no se levantó con el áspero graznido de las guacharacas, como de costumbre. Recostado en las cobijas, de las cuales ya se apropió, lamía sus patas y acicalaba sus uñas retráctiles con las que ha deshilachado todos los muebles; el bigote le olía a tigre. En el patio, sobre la hierba, una nube de moscas libraba una encarnizada batalla contra un ejército de hormigas que infructuosamente arrastraba un enorme rabo de zarigüeya arrancado de raíz.

Una veterinaria amiga nos dijo que por esta época era mejor tenerlo encerrado; son los desquiciados días de octubre, días de peste y de brujas. Ya encontraron un cementerio de gatos negros degollados en una de las laderas de Medellín, dijo. En tiempos de incertidumbre y desesperanza, la gente se apega a la superstición; y no cualquier gente, todos. El mismo Inocencio VIII mediante bula papal instó al sacrificio de gatos en las fiestas populares. Incapaz de dar respuestas creíbles a sus fieles, e inhabilitada para descifrar la enigmática expresión de sus ojos, la Iglesia le atribuyó poderes diabólicos y lo asoció con brujería. De todos era sabido que su correteo alocado y frenético era capaz de provocar tormentas, y su capacidad para horadar la oscuridad con su mirada y caer parados, solo podía deberse a la intervención demoníaca. Los gatos fueron perseguidos, cazados, metidos en sacos y quemados vivos, precipitando la proliferación de las ratas y el accionar misterioso de la peste negra que dio muerte a 25 millones de europeos.

No sin cierto escozor, siento un peso en mi pecho con frecuencia. Tendido en la hamaca abro mis ojos y allí está él, observándome fijamente, con la inquisitiva indolencia de un psicólogo a su paciente. Sospecho que luego de varias sesiones escaneando mis pensamientos sabe quién soy, conoce todos mis secretos; tal vez solo busque en mis recuerdos la historia de su pasado, no lo sé, pero temo que un día los use para chantajearme. Es un ser rebelde, mágico, poderoso, quizá en eso pensaba la alemana cuando le puso ese nombre. Pese a su aparente dulzura, es la sombra viviente de nuestro lado oscuro y perverso. Aunque se haya mudado a vivir con nosotros, él entra y sale cuando quiere, desconoce las órdenes, no respeta y caza por placer. Disfruta tanto de matar aves, como de la soledad.

Ahora tiene una guerra declarada con las ardillas que anidan en lo más alto del techo y no lo dejan dormir. A la hora de la siesta en la terraza, éstas lo ven, se le acercan, lanzan chorros de orines al aire y le chasquean los dientes, saltando de rama en rama en un matoneo irritante. Él las observa con desgano, es un espíritu rebelde pero paciente, sabe que tendrá una oportunidad. Lo que sea que le aguarda el mañana, debe esperar. (F)

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