Por PACHO CENTENO
El nombramiento de Patricia Ariza como ministra de Cultura, más que merecido por su arduo trabajo en beneficio de la cultura colombiana, es un regreso a la esencia de lo cultural, minimizado por el gobierno de la “cultura naranja”, que pretendió patentar como propia la conferencia sobre industrias culturales de la Unesco, sin entenderla y sin mostrar resultados sobresalientes. La cultura vista como mera mercancía, antes que como espíritu de la infinita diversidad de la Nación.
Hay que pasar esa oprobiosa página que llevó a la precarización de la vida y los procesos de los artistas, los gestores y los animadores culturales del país; al cierre de procesos de vieja data, escuelas, teatros, agrupaciones, festivales, producciones y demás. Una política de hambre, desprecio y desatención de este gobierno en medio de la pandemia, que se ha prolongado con desdén después de ésta.
Cesa la horrible noche para la cultura colombiana y se abre una nueva posibilidad de la mano de una persona que le ha entregado su existencia al arte escénico y a la defensa de la vida y la diversidad humana, ampliamente reconocida por todos los que trasegamos los espacios culturales en todas sus vertientes.
El maestro Santiago García se debe estar revolcando en su tumba de orgullo y alegría al ver que la actriz principal de su icónico Teatro La Candelaria se convierte en ministra de Cultura.
Patricia ya no levantará la voz, como siempre, para reivindicar el trabajo de los artistas y los gestores culturales. Ahora abrirá sus oídos y dispondrá sus manos para hacer lo que nadie ha hecho por ellos en varios gobiernos, después de la brillante gestión de Ramiro Osorio, que le dio ley, razón y vida a ese Ministerio.
Es el momento de convocar a un nuevo Plan Nacional de Cultura a partir de diálogos regionales y presenciales, descartando de plano el proceso de trámite iniciado por Iván Duque, virtual, insustancial e inocuo desde todo punto de vista, porque la cultura exige la presencia y el diálogo de los seres humanos para que tenga sentido, más aún, en un país tan diverso y excluido como el nuestro.
Sí a la cultura y a las industrias culturales, pero no de esa manera caricaturesca que plagió Duque de unos documentos que le llegaron por casualidad a su escritorio, cuando fungía de funcionario menor en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Su mismo libro es un chiste, un trabajo de escuela secundaria, de copy paste, completamente insustancial, carente de sentido y lleno de frases célebres, acomodadas para pretender lucir como “el intelectual” que no es, no ha sido ni será jamás.
Quienes hemos leído y estudiado los documentos de las conferencias de la Unesco sobre cultura y desarrollo, no pudimos evitar reírnos ante el evidente plagio, al ver su nombre en la portada de ese libro “naranja” que anda llevando bajo el brazo y regalando en su interminable gira de despedida. Si Duque no fue capaz de entender las necesidades básicas de los pueblos marginados de Colombia, menos iba a entender sus expresiones culturales, porque en esa marginalidad pervive y sobrevive la vasta multiculturalidad de nuestro país: el hambre es la misma en cada rincón del territorio, pero la música es distinta y distinta es la métrica de su poesía, y también los colores que pintan los paisajes y las máscaras, y la cadencia de los cuerpos al bailar. No le habría bastado dos periodos presidenciales para entenderlo, nosotros tampoco lo habríamos soportado, ni siquiera en cuerpo ajeno.
@pacho_centeno