Mi alma literaria al desnudo

Por OLGA GAYÓN/Bruselas

Al abrir la puerta, tras volver de una linda noche de copas con mis amigas, me encontré con un espectáculo que sacó de mí todo el dolor que solo es posible guardar para un alma no atormentada. Alguien había entrado a mi casa, asaltado mi biblioteca y tapizado mi sala con los libros que yo había leído durante mi vida de adulta. Ahí estaban todos en el suelo, sirviendo de alfombra.

Quien haya sido el asaltante conoce muy de cerca a mis autores predilectos y más sorprendente aún, sabe de los parajes de los libros de cada uno de ellos que más me han conquistado e influido en mi vida.

¿Pero, quién sería el atrevido que quería desnudar mi alma literaria? ¿Por qué había entrado a mi casa para hacerme ver que me había leído él más a mí que incluso yo a los libros de mi biblioteca? ¿Cuál era el mensaje que quería enviarme? ¿Por qué me hacía esto a mí, una mujer que siempre ha evitado las confrontaciones? ¿Cuál era su razón para herirme de esa manera? ¿Cuánto tiempo se  tomó para encontrar todos los títulos y abrirlos justo en las páginas que yo veneraba?

Una vez superado el primer impacto ante mis ojos, lo único que atiné a hacer, fue recostarme sobre los libros abiertos para dejar sobre ellos mis lágrimas, al descubrir que yo sí era esa esa persona vulnerable que siempre me había negado a aceptar.

Recuerdo que lloré durante horas hasta que el cansancio me venció. Dormida, viajé por todos los territorios de los autores de mi vida. En este paseo por mis letras más íntimas se me reveló la verdad de esta puesta en escena que yo jamás hubiera, ni siquiera, sospechado: no hubo bandido alguno en mi casa; no. Quienes organizaron este alfombra de letras fueron mis adorados autores. Ellos quisieron rendir un homenaje a esa lectora que percibían como sensible y constante. Pensaron que para mí sería hermoso llegar a casa y encontrarme con todos ellos a mis pies, abiertos allí, precisamente, donde sus espíritus y el mío habían conectado y conversado.

Me sentí avergonzada por haber creído que quien los había puesto así en el suelo de mi casa era alguien que buscaba dañarme. Pero ellos no se resintieron por mi desconfianza. Toda la noche me arrullaron con sus mejores páginas.

Y cuando desperté, todos ellos ya habían regresado a ocupar su sitio, a estar allí, como siempre, en el lugar que les asigné en mi biblioteca, que es el bello rincón en el que yo, mientras ellos permanecen cerrados, les abro mi alma para que correteen por todos los recodos a su antojo.

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