La organización no gubernamental dedicada a la defensa y promoción de los derechos humanos, Human Rights Watch, publicó a comienzos de octubre un duro informe donde manifiesta que debido al derramamiento de sangre producto de masacres y otros incidentes de violencia, es necesario hacer una reforma urgente en las políticas de seguridad de Colombia.
El artículo se titula “Las políticas de seguridad de Colombia necesitan una reforma urgente” y denuncia, entre otras cosas, cómo las autoridades han sido renuentes a investigar a sus propias fuerzas de seguridad, que encubren a miembros de alto rango y se refieren a los agentes implicados como “manzanas podridas” pero siguen como si no pasara nada.
Por la importancia de su contenido y teniendo en cuenta que muy pocos medios le dieron cabida a este informe, El Unicornio lo publica completo para que tenga libre acceso a la opinión pública.
“Volvió a ocurrir el domingo pasado: seis jóvenes colombianos fueron asesinados a plena luz del día durante un ataque presuntamente perpetrado con fusiles y granadas, en el conflictivo departamento de Cauca. Este año se han producido decenas de masacres de este tipo en todo el país, que hacen temer una nueva escalada de la violencia en las regiones rurales de Colombia.
De hecho, durante 2020, los incidentes de violencia se han disputado las primeras planas con los horrores de la pandemia de Covid-19. La muerte del abogado Javier Ordoñez el 9 de septiembre, a manos de policías que insistían en aplicarle descargas con una pistola paralizante mientras él les rogaba “ya, por favor, no más”, impulsó a los colombianos a salir masivamente a las calles. La policía respondió de forma brutal. Hubo 13 personas muertas y cientos de heridos. En otra manifestación ocurrida el día lunes, miles de colombianos exigieron que terminara la violencia.
El derramamiento de sangre y la inestabilidad ponen de manifiesto la necesidad urgente de reformar las políticas de seguridad de Colombia. El país necesita contar con una fuerza de policía civil más sólida que responda al Ministerio del Interior, y el gobierno debe depender menos de las fuerzas militares como principales, y a veces únicos, representantes del Estado en zonas rurales. Estas reformas no serán sencillas, pero son la mejor oportunidad que tiene el presidente Iván Duque para evitar que se siga extendiendo sobre el país la sombra de la violencia —lamentablemente, una posibilidad nunca muy remota en Colombia.
En rigor, en la primera mitad de 2020, Colombia presentó la tasa nacional de homicidios más baja en décadas, en gran parte, gracias a los avances que hubo en zonas urbanas. El proceso de paz de 2012-2016 disminuyó el número de homicidios en el país y el gobierno de Duque pudo, en gran medida, mantener ese nivel. Al igual que en muchos países, las medidas de confinamiento por el Covid-19 contribuyeron a disminuir incluso más las tasas nacionales de homicidio.
Sin embargo, la situación en comunidades remotas y rurales de todo el país es distinta, y cada vez más preocupante. En muchas de esas comunidades, los homicidios se han incrementado. Desde el inicio de este año y hasta mediados de agosto, las Naciones Unidas documentaron al menos 33 masacres, en comparación con 11 en todo 2017. Los grupos armados controlan numerosas localidades y vecindarios, donde imponen estrictas normas y “castigos” a la población. Desde 2017, han sido asesinados más de 350 defensores de derechos humanos, incluidos líderes indígenas, afrocolombianos y otros referentes comunitarios. La mayoría de los asesinatos se produjeron en zonas rurales donde, en el pasado, a veces se ha catalizado la violencia antes de extenderse a zonas más urbanas.
La desmovilización de las FARC en 2017, entonces el mayor grupo armado del país, creó una oportunidad de revisar la función y la estructura de las fuerzas de seguridad del país. Muchos colombianos imaginaron que se afianzaría una fuerza de policía civil. Pero Duque, que asumió en agosto de 2018, insistió en mantener un diseño mayormente militar.
En Colombia, a las fuerzas de policía no las controla el Ministerio de Interior, como en los demás países de América Latina, sino el Ministerio de Defensa. En parte como resultado de esto, su trabajo está estrechamente ligado al del Ejército. Pero el entrenamiento destinado a operaciones militares no es el mismo que requiere la actuación de la policía civil, y esto se pone de manifiesto cundo los agentes participan en tareas de seguridad pública empleando fuerza excesiva, como ocurrió este mes durante las manifestaciones. Y cuando los policías cometen abusos contra los ciudadanos, a veces son juzgados en la justicia militar, en vez de llevarlos ante autoridades de la justicia penal ordinaria.
Tras décadas de conflicto armado, muchos colombianos se acostumbraron a la presencia militar en sus calles. A muchos no les importó cuando el ministro de Defensa Carlos Holmes Trujillo anunció, el 10 de septiembre, que estaba enviando a 300 soldados, además de cientos de policías, a intervenir en las manifestaciones y los actos de vandalismo que estaban teniendo lugar en el contexto de las movilizaciones en Bogotá.
Pero si la militarización de la policía representa un problema, también lo es la dependencia excesiva en las fuerzas militares para lidiar con la violencia rural. El gobierno de Duque suele enviar al Ejército a zonas donde los grupos armados que ocuparon el vacío dejado por las FARC se disputan el control del territorio y de actividades ilegales. Sin embargo, en general esta estrategia ha logrado muy poco.
De hecho, el envío de soldados no soluciona la situación de economías ilegales, falta de oportunidades económicas legítimas y frágil presencia estatal que permiten que se afiancen los grupos armados. En zonas remotas de toda Colombia, miles de personas viven en situación de pobreza con escaso acceso a servicios públicos básicos, lo cual facilita que los grupos armados recluten. En estos lugares hay muy pocos fiscales, investigadores y jueces, así como policías, que puedan brindar medidas adecuadas de protección y justicia. Muchas personas de zonas rurales perciben a los grupos armados como la única autoridad que puede hacer frente a la criminalidad o, incluso, disponer medidas para evitar que se propague el Covid-19.
A veces, los soldados constituyen la única presencia gubernamental en las zonas rurales, y en los últimos años las fuerzas militares han estado involucradas en varios escándalos vinculados con violaciones de derechos humanos, lo cual debilita la confianza en el gobierno. El general Nicacio de Jesús Martínez Espinel renunció como comandante del Ejército en diciembre, luego de un escándalo por el restablecimiento de políticas similares a las que, hace una década, posibilitaron que el Ejército cometiera miles de ejecuciones que se conocieron como “falsos positivos”. En julio de 2020, el Ejército reconoció que se estaba investigando la denuncia de una niña indígena de 15 años que señaló que en agosto de 2019 dos soldados la secuestraron y violaron. El Ejército manifestó que las autoridades estaban investigando a 118 soldados por presuntos casos de abuso sexual cometidos desde 2016.
El gobierno no ha abordado seriamente estas deficiencias. Para el gobierno, la raíz de todos los problemas es el narcotráfico. En reacción a las masacres, las autoridades se comprometieron a restablecer la fumigación aérea de cultivos de coca, una política que Colombia abandonó en 2015 por las consecuencias que podía tener para la salud de quienes viven en zonas rurales. Las autoridades también han intensificado otras operaciones para erradicar los cultivos de coca.
Sin duda, el tráfico de drogas tiene un papel en la violencia. Sin embargo, las nuevas políticas ignoran la cuestión de fondo. Muchos colombianos cultivan coca porque es el único producto rentable, debido a la precariedad de los mercados locales de alimentos, el pobre estado de los caminos y la falta de títulos formales sobre las tierras. La erradicación y la fumigación no contribuyen a asegurar una alternativa rentable y debilitan incluso más la confianza en las autoridades.
Durante décadas, las autoridades han sido renuentes a examinar a sus fuerzas de seguridad y, en cambio, han preferido proteger a sus integrantes de más alto rango, referirse a los agentes rasos implicados en delitos como “manzanas podridas” y seguir como si no pasara nada. Estaba previsto que una comisión creada por el presidente Duque para revisar políticas del Ejército y asegurar que respetaran las normas internacionales de derechos humanos presentara un informe definitivo antes de noviembre de 2019, pero todavía no ha dado a conocer sus conclusiones. En febrero, un organismo de la ONU pidió al gobierno que considerara la posibilidad de transferir la policía al Ministerio del Interior, como sucede en casi todos los países de América Latina. El presidente Duque dijo que la recomendación era una “intromisión en la soberanía”.
Sin embargo, tras la muerte de Javier Ordoñez, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, rompió con esta postura tradicional e instó a que se lleve a cabo una reforma policial. Antes de que se pierdan más vidas, las autoridades nacionales deben atender su propuesta y no dejar pasar esta oportunidad para repensar las políticas de seguridad del país. “Ya, por favor, no más”.
El informe original de HRW puede verse aquí.