El atracador solo estaba jugando (Segunda parte)

Por PUNO ARDILA

Ampliación explicativa del texto anterior

Alguien dijo —le conté al ilustre profesor Gregorio Montebell— que le parecía ridículo que usted hablara de que los delitos en Colombia eran acuerdos de la gente, y que «en Colombia existe un “convenio” social de justificaciones para que la justicia no se aplique de la mano de los jueces, sino de fuerzas que no corresponden».

—¿Y yo qué tengo que ver en eso? —contestó de inmediato el profesor.

—Tal vez si lo explica un poco más ampliamente…

—Sin duda, «hay lectores fáciles», como dijo Estanislao Zuleta. Tal vez esa persona está pensando en acuerdos formales de una sociedad, de aquellos que tal vez se sellan con firmas y se autentican en una notaría. Estos acuerdos sociales, de los que hablamos hace unos días, no se celebran en el Club del Comercio, ni resultan de sentarse a una mesa y firmar un documento. Se trata de una respuesta consentida frente a acciones que formalmente no serían posibles.

Estos acuerdos resultan de relaciones entre quienes conviven (o lo intentan), y por conveniencia o desgano van permitiendo que ocurran muchas cosas a su alrededor, que pueden estar dentro o fuera de la ley; por ejemplo: la gente se cuela en la fila, y lo normal es el silencio; los conductores infringen las normas, y lo normal es el silencio, o —peor aún— la coima.

Un acuerdo social es que una persona trabaja en la Dian o en las aduanas y se da por hecho que sale de ese cargo con dinero en los bolsillos, porque si no lo hace es un bobo. Lo normal es el silencio y la complacencia; y —por el contrario— ser sapo significa a su vez un costo social. Frente al delito, el acuerdo social convierte en señalado al denunciante, no al delincuente. Se acuerda (sin formalidades, por supuesto) que las infracciones y los delitos se “arreglan” con los agentes, sin que llegue la situación a espacios formales.

Acuerdos sociales son esos que vemos en Colombia tan a menudo: los políticos roban, pero se acepta porque “roban pero hacen”; los políticos roban, y los pillan y hasta los condenan, pero cumplen casa por cárcel y se dedican a disfrutar de lo robado, y se lanzan de nuevo, y de nuevo los eligen; el raponero de diecinueve años roba porque tiene tres hijos que mantener; el limosnero pide, porque de otra manera tiene que robar (trabajar, nunca); el que comete un delito o causa un accidente exige que se le exonere de cualquier pago porque ya pidió perdón… y así.

Y, encima de todo, la ciudadanía se organiza formalmente para tapar huecos y “ayudar” a la población desfavorecida por el Gobierno, integrado por funcionarios que se roban el erario: estos roban, y los ciudadanos cubren a medias las necesidades no cubiertas porque los políticos se robaron la plata. Esos son acuerdos sociales.

Con la justicia es la misma vaina: como casi nunca aparece, y cuando aparece se diluye en pendejadas y se deja manipular por abogados expertos en la materia, incluso la materia fecal (pregúntele a Diego Cadena y a Iván Cancino), la sociedad aprueba en algunas ocasiones, y se hace la de la vista gorda en muchas ocasiones, que lo que debiera ir al estrado judicial se “resuelva” a trompadas, a cuchillo o a plomo, o a choques eléctricos, o como sea. Vea usted que en varias ocasiones hasta se le ha metido candela a un edificio público para evadir a la justicia. Y no pasa absolutamente nada.

Recuerde dos “axiomas” colombianos: para lograr algo hay que tener palancas y estar en la rosca, y, segundo, el detestable cuentico de que “papaya servida, papaya partida”. Esos son “acuerdos sociales”.

Espero que quede claro.

@PunoArdila

(Ampliado de Vanguardia)

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