A la hora de votar, ¿dónde queda la responsabilidad política?

 Por GERMÁN AYALA OSORIO

Las debilidades más sentidas de la democracia nacen en buena medida de la manera como los sufragantes asumen el deber de votar. En Colombia es tradición que el voto esté atado a una relación clientelar en casi todos los estratos. Los pobres venden su voto a cambio de tamales y tejas; los instalados en la clase media, con algún acceso y relaciones con políticos profesionales, intercambian votos por puestos; y los ricos lo hacen por multimillonarios contratos. A todos los guía el mismo ethos mafioso, la nula comprensión del papel colectivo del Estado y una inexistente solidaridad.

De igual manera, el ejercicio democrático en general ha estado anclado a la imperiosa necesidad de “votar en contra de”, en lugar de “votar a favor de”. Es decir, para evitar que llegue a la presidencia el “más malo” o el “peor”, entonces votamos por el “menos malo”. Ejemplo de lo anterior se vivió cuando millones de colombianos votaron por la reelección de Juan Manuel Santos para impedir que Álvaro Uribe Vélez, hasta entonces un gran elector, pusiera a su ungido en la Casa de Nariño. Y cuando llegó la campaña de 2018, millones de colombianos salieron a votar en contra del Acuerdo de Paz de La Habana, y pusieron en la presidencia al infantil, fatuo y mendaz Iván Duque, quien cumplió muy bien la tarea de hacer trizas la paz que le encomendó Uribe y su secta-partido el Centro Democrático.

Así las cosas, en Colombia la participación del votante está mediada por la satisfacción de sus necesidades inmediatas, los odios ideologizados o el miedo al cambio.

En este contexto, la renuncia de Rodolfo Hernández a su curul en el Congreso de la República da cuenta no solo de la baja cultura política del excandidato presidencial. A su vez, permite abrir la discusión sobre la responsabilidad política que deben asumir quienes aspiran a cargos públicos frente a toda la ciudadanía y en particular frente a sus sufragantes y a la institucionalidad democrática. En el caso de Hernández, su derrota electoral lo “obligaba” a asumir un papel protagónico, haciendo parte de la Oposición. Se suponía que la votación alcanzada por el exalcalde de Bucaramanga representaba un rechazo absoluto a la propuesta de gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez y una confianza ciega en su propia propuesta.

Mejor dicho, a los ciudadanos que depositaron sus votos por Hernández o por Petro les cabe su propia responsabilidad política. Y en particular lo deben hacer quienes creyeron en la posibilidad de que un ingeniero poco leído, señalado de prácticas corruptas, violento, mal hablado y proto-putero, pudiera asumir las riendas del Estado.

Quienes votaron por Hernández a sabiendas de su vocabulario soez, de los señalamientos por corrupción e incluso por sus propias “confesiones” que lo dejaban ver como un “vivo”, justifican su voto apelando a expresiones como estas:  es que “no me gustaba Petro”, o simplemente nos dio miedo que llegara al país el “castrochavismo” y “nos convirtiéramos en otra Venezuela”. Y a juzgar por lo que sucede hoy, esos argumentos son, además de débiles, deleznables por cuanto aquellos miedos infundados hicieron parte de las estrategias de campaña de la derecha, que sabe muy bien que hay millones de colombianos ignorantes que aún creen en fantasmas.

Recientemente el columnista Ramiro Bejarano fustigó a los colombianos que votaron por Rodolfo Hernández y propuso un “juicio moral” en su contra, por haber votado por el “atorrante, chisgarabís, idiota inútil, adefesio, cretino y patanzuelo”. En su columna, titulada Gran Estafa, Bejarano sostiene que “si Hernández tiene que pedir perdón a quienes lo hicieron senador cuando lo que buscaban era hacerlo presidente, con mayor razón quienes votaron por él. Allí está el resultado del rencor y la intolerancia. Eligieron a un cretino que ni siquiera sirvió para quedarse callado en el Congreso”.

Por todo lo anterior, los problemas que arrastra nuestro ordenamiento democrático no se lograrán superar del todo, hasta tanto cada votante asuma el compromiso y la responsabilidad política de votar a conciencia, partiendo de un análisis riguroso de cada una de las propuestas de gobierno lanzadas por los diversos candidatos. “Votar en contra y no a favor de” constituye una práctica electoral que si bien recoge el descontento ciudadano, al final impide que el votante se sienta tranquilo por haber ejercido el derecho a votar, fundado únicamente en la simpatía que le generó el candidato de su predilección y la confianza en su proyecto de gobierno. Y ni qué decir cuando se vende el voto por lentejas, puestos en entidades públicas o contratos multimillonarios.

Comparto el duro señalamiento que les hizo Bejarano a quienes votaron por Rodolfo Hernández, pero no se debe olvidar que en últimas el régimen uribista cumplió a cabalidad la tarea de infundirles de nuevo el miedo a Petro. Y bajo esa circunstancia, se la jugaron por el peor candidato en contienda. Hay que decir que la derecha llevó al escenario electoral de 2022 a lo más decadente de su repertorio, pues ni Fajardo, ni Federico Gutiérrez y mucho menos Rodolfo Hernández, pudieron competir con la consistencia, la sapiencia y el rigor del discurso de Gustavo Petro.

@germanayalaosor

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