Por PAME ROSALES
Fue Isaac Asimov quien especuló que la archiconocida historia de Caín y Abel no es más que una representación del enfrentamiento que en su debido momento se dió entre dos formas de vida: la nómada, más primitiva y dedicada al pastoreo, y la sedentaria, la novedosa, la que fue posible gracias al advenimiento de la agricultura y su consiguiente revolución. La metáfora no puede ser más clara: Caín mató a Abel, pese a la oposición del todopoderoso y reaccionario Yaveh (que mostraba clara preferencia por el pastor: “Y miró Yaveh con agrado a Abel y a su ofrenda; mas no miró con agrado a Caín ni a la ofrenda suya”), del mismo modo que la agricultura desplazó al pastoreo.
Pues bien, un choque similar parece estarse dando actualmente en Estados Unidos, cuya cereza del pastel probablemente la vimos ayer con el bochornoso espectáculo de los seguidores de Donald Trump tomándose por asalto nada menos que el Capitolio, y obligando así a suspender el proceso de certificación del nuevo presidente, Joe Biden. Parece una cosa de película.
En realidad esas colisiones han sucedido ya varias veces en la historia de la Humanidad. El futurólogo Alvin Toffler se dio a la tarea de identificarlas, delimitarlas e incluso bautizarlas: ‘olas de cambio’, las llamó. La primera, que tomó unos diez milenios en producirse, ya se describió en el primer párrafo. La segunda, de sólo 3 siglos, se desarrolló aproximadamente a partir de la invención de la máquina de vapor, y dio paso a la era industrial. Pero ya esa también va quedando atrás desde hace décadas, para darle paso a una nueva era, basada en el conocimiento y los servicios: lo intangible sobre lo tangible.
Trump, en realidad, sólo simboliza para sus iracundos seguidores las maldiciones y los rayos y centellas de una especie de obeso Yaveh de peluquín. Él no es el problema, es más bien, y nada más, la última pataleta de un mundo anacrónico y obsoleto que se niega a morir, pero que agoniza moribundo.
Y es que estas olas de cambio no sólo se refieren a sustituciones de unos modelos económicos por otros, sino que vienen acompañadas de gigantescas alteraciones estructurales en casi todos los órdenes: políticos, sociales, familiares, raciales, sexuales, etc.
Es por esa causa es que vemos a bordo del mismo Titanic trumpista a un variopinto espectro de pasajeros. A grandes empresarios del petróleo, que se oponen a las energías limpias, y a sus homólogos del cemento, que han hecho lobby contra un más rápido avance de las tecnologías de la información que, a su vez, permiten el trabajo a distancia y -por ende- hacen que las redes de carreteras disminuyan su importancia. Pero también a operarios y obreros que temen perder sus trabajos a medida que éstos empiezan a ser reemplazados por máquinas y aplicaciones. O ejecutivos blancos, temerosos de ver cómo se esfuma su prestigio o su preeminencia o sus privilegios, a costa del ascenso de inmigrantes (o miembros de minorías raciales) expertos en las mencionadas tecnologías de la información. O puritanos rednecks que se niegan a presenciar el final de la familia nuclear y la explosión de decenas de nuevos tipos de familias que ellos encuentran desconcertantes, escandalosos y apocalípticos: matrimonios entre personas del mismo sexo, relaciones poliamorosas, adopciones homoparentales, uniones libres, familias agregadas en las que cada miembro de la pareja llega con su propia prole de hijos -fruto de uniones anteriores-, vientres de alquiler, etc…
Los nuevos órdenes siempre se estrellan contra la tenaz resistencia de los viejos. Y, también siempre, se suscitan enormes conflictos etre ambos, que suelen incluir grandes manifestaciones de violencia: desde el metafórico carracazo que le propinó Caín a Abel en el Paraíso, pasando por guerras y genocidios, hasta el tiroteo que casi se arma ayer en el Capitolio. Sin embargo, tarde o temprano, los nuevos órdenes terminan imponiéndose. Y por más que los trumpistas amenacen con que bala es lo que hay y plomo es lo que viene, el cambio es inevitable: más reversa tiene un paracaídas.
Un último simbolismo: ayer, el mismo día en que esa turba de xenófobos, misóginos fanáticos religiosos, negacionistas del cambio climático, anticientíficos y racistas irrumpían en el Capitolio, Raphael Warnock hacía historia al convertirse en el primer senador negro de Georgia, y en el primer demócrata negro que representa a un estado del sur en el Senado.
Yaveh Trump monta en santa cólera, pero ya de nada le selvirá.