Tres mujeres notables

Érase una vez tres mujeres que querían que se les notara todo lo que les dijeron que no debían mostrar para no perder su feminidad ni ser catalogadas como descuidadas, dejadas, desaliñadas, gordas, viejas o feas.

No se les podía ver nada que riñera con la juventud y los cánones de belleza. Así lo oyeron desde su más tierna infancia hasta hoy, cuando conocieron la vejez: humillantes normas les fueron impuestas por seres crueles para ahogarlas como mujeres, dentro de esas ‘buenas’ costumbres sociales.

Por fin, esas tres amigas de toda la vida llegaron a ser viejas. Y mandaron a la mierda la normativa que las oprimía. Dejaron de esconder sus canas en el tinte rubio ‘sensual’, tiraron a la basura las costosísimas cremas que prevenían las arrugas, vertieron al desagüe el maquillaje que las ’embellecía’, compraron los bikinis que solo se les permitían usar a las jóvenes que todavía no habían parido, y se fueron adonde la tatuadora a que les saturara sus cuerpos con imágenes que llevaban en el alma.

Y así, bellas, risueñas, coquetas y seductoras, se fueron a lucir su nuevo look y a brindar en la playa por sus más de 80 años vividos con enjundia. Ahora, todos los días, en lugar de pasar hora tras hora en la residencia de mayores recibiendo cuidados, órdenes sin parar, y obedeciendo, se las veía en la playa, cargadas de felicidad, porque, por fin sus almas habían descubierto la libertad.

Todos los bañistas, los exhibicionistas de cuerpos esculturales y las personas que iban al mar a divertirse, incluidos los niños, veían en ellas primero a unas viejas locas, incluso repugnantes, para, minutos después, observarlas empoderadas y emancipadas, transmitiendo la voluntad de ser ellas, solo ellas, para siempre, ellas. Mujeres de verdad.

Apenas transcurrió un par de días, cuando la playa comenzó a atiborrarse de mujeres de todas las etnias, altas, bajas, gordas, delgadas y flacas; adolescentes, jóvenes, adultas y viejas, con sus panzas al aire y luciendo sus pequeños y destacables michelines. Todas corrían sobre la arena haciendo gala de su celulitis y de sus pechos enormes, medianos y diminutos, rígidos y caídos. Muchas de ellas mostraban con orgullo las grandes estrías que dejaron en sus vientres, caderas y piernas, sus distintas maternidades; y otras, con sus culos blandos, trotaban felices hacia el encuentro de las olas con sus atractivos cuerpos.

Estas tres hermosas viejas de la playa que presumían de su libertad por fin conseguida, lograron que todas las mujeres, tras verlas disfrutar de sus portentosos físicos, descubrieran como ellas que todas las cosas que se notan en los cuerpos femeninos son dignas de ser mostradas ante el mundo. Al estar expuestas, lo que antes debían estar escondido a la vista pública, se notaba al instante: que las mujeres viven y habían vivido, orgullosas de su pasado y su presente, ansiosas por disfrutar el futuro que se les asoma todos los días al despertar. Las tres mujeres, libres como el viento, se apoderaron de sus vidas y de sus cuerpos hasta alcanzar notabilidad dentro de la sociedad.

Desde entonces en la playa y allá por donde van, todos al verlas dicen: ahí van las tres notables.

OLGA GAYÓN/Bruselas

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