Por PUNO ARDILA
Hubo la semana pasada en la Universidad Industrial de Santander (UIS) una discusión interesantísima —e importantísima—acerca del lenguaje inclusivo, y vale la pena traer a colación algunos elementos —de allí y de algunas otras fuentes— para que esa discusión se extienda a todos los ámbitos, ojalá como se dio allí, en la Universidad (y como debe ser), con dos elementos fundamentales: respeto y argumentos.
Este tema ya no solo se refiere al ámbito gramatical, y realmente es poco lo que se discute desde allí, porque incluso muchas veces quienes defienden el lenguaje inclusivo sienten que es ofensivo blandir un argumento desde los textos de una gramática cuyo conocimiento es poco difundido en nuestro medio social.
Dijo Moisés Wasserman hace algunas semanas que apoya a quienes reclaman un lenguaje inclusivo, y afirmó, entre otras cosas, que «lo que no se nombra no existe. No nombrar explícitamente a las mujeres las ignora lo mismo que a la diversidad de opciones de género»; y más adelante sentencia que «los idiomas que no diferencian no los hace igualitarios». Wasserman está de acuerdo en que podemos «aceptar una sola palabra para todas las identidades; puede ser “todes”, si quieren. Mejor “todos”».
Así que, si partimos del principio democrático del derecho que todos tenemos a ser tenidos en cuenta, comenzaremos por pedir que todo idioma, lengua, dialecto y jerga deben permitir la participación de todos; y la cosa aquí no se reduce, entonces, a perseverar en la conservación de una gramática (que debe —precisamente— propiciar la dinámica del idioma para que este no muera), ni a hilar finito en el contenido de los argumentos, sino que debe procurarse una verdadera utilidad en el planteamiento de la propuesta de lenguaje inclusivo con normas y registro de uso.
De acuerdo con Yulia Katherine Cediel, debiera pensarse más en esos derechos a ser incluidas y menos en la prescripción de una normativa; que se permita la libertad de hablar desde una posición (o una “oposición”, mejor) que no vaya con lo establecido por una institución (española, además; “real”, además). Pero, entonces, podremos enfrentarnos (como lo planteó Wilson Gómez) con que cada generación propondría un idioma distinto (aunque ocurre con muchas palabras), puesto que los cambios generacionales traen consigo una actitud natural de modificar el lenguaje, que, cuanto mayor ruido pueda causar en los mayores, más es su atractivo para los jóvenes. Para nadie es un secreto que parte de la esencia de la juventud es llevarle la contraria a los cuchos (a los cuchos y a las cuchas, claro, para ser consecuente).
Lo que está claro, por ahora, es que nuestra discusión apenas comienza, aunque el asunto ya tiene harto recorrido en diferentes escenarios, no solo del habla hispana. Es hora de comenzar a pensarlo en serio, y es este el primero de varios textos sobre este fenómeno social que cobra cada vez más importancia. En fin, repito, y como se propone al principio, la discusión apenas comienza, y debe darse. La inclusión debe existir en todos los ámbitos; pero no como rebeldía itinerante, sino como derecho indiscutible; y para ello debe existir una propuesta normativa; ese es el primer planteamiento que dejamos abierto para la discusión: cambiemos la postura mental, actitudinal y hablante, pero partamos de una norma. Ahí les dejo el trompo en l’uña.
@PunoArdila
(Ampliado de Vanguardia)