Malformación cívica: recogiendo la cosecha

Por PUNO ARDILA

La señora se sentó justo delante de nosotros, cuando la película apenas comenzaba, y de inmediato encendió su celular para compartir con alguien lejano imágenes y comentarios de la que resultó ser una velada maravillosa (estábamos en el estreno de Pablus Gallinazo). Con temor, me acerqué a ella para decirle que la luz del celular nos molestaba y que, de acuerdo con reportes científicos, podría hacernos daño, a ella y a nosotros.

El temor al momento de pedirle a la mujer que apagara su celular no era más que por las reacciones a que nos hemos visto enfrentados en los últimos años, acrecentadas al regreso de la pandemia. Ante una petición de ceder el puesto a un anciano o a una embarazada, de no parar el taxi o el bus o el camión de gaseosa en la mitad de la calle, con la excusa del derecho al trabajo, de bajar el volumen de su equipo, de no transitar en su moto por la zona peatonal, de respetar la fila, etcétera, etcétera, las respuestas son solo agresiones e insultos, generalmente verbales, pero uno no sabe hasta dónde pueda llegar la gente en nuestra sociedad cuando se le pide respeto —con respeto— por nuestros derechos.

Hoy los profesores dicen que el comportamiento debe enseñarse en casa, porque en las aulas se enseña matemáticas, geografía, historia, castellano… Yo crecí cuando eso era aprendizaje conjunto: además de las respectivas responsabilidades en la formación personal, en la casa se repasaban con los chicos todas estas asignaturas académicas, mientras que en las aulas, además del programa académico (que incluía por supuesto formación en urbanidad y educación cívica), las profesoras afinaban y calificaban la conducta de los chicos. Hoy, en cambio, las niñeras en la casa son las redes sociales (¡horror!) y en las aulas no se aprende matemáticas, geografía, historia ni castellano. En conclusión, nuestra sociedad se ha venido “formando” —o malformando, más bien— al garete. Y estamos viendo las consecuencias en las calles. Y será peor cada día.

La falta de educación cívica es impactante, y la violencia que estamos viendo en ciudades como Bucaramanga es el resultado de esa educación “encargada” socialmente a los menos capacitados: no solo redes sociales y medios de comunicación (irresponsables “per se”), sino a profesores y a instituciones educativas cuyos intereses desenfocados han graduado, pero no han formado.

Estos medios (de comunicación y de educación) formadores-deformadores se dedican a cultivar esclavos del consumo a partir de la inculcación de falsos valores y la definición de elementos que no corresponden con nuestra identidad cultural. Nuestros jóvenes están creciendo convencidos de que lo correcto es la trampa y el dinero fácil y de que la única vida válida es la propia.

Pero volvamos a la historia. Contrario a lo que he experimentado en los últimos años, especialmente después de la pandemia, cuando cualquier abordaje a alguna persona tiene como respuesta un insulto o un desafío, la señora del cine reaccionó de inmediato, pero para disculparse, y, acto seguido, sin que yo terminara de hablarle, buscó otro lugar, donde no incomodaría a nadie. Sí, estaba en un cine, pero, sin duda, rodeado de gente decente.

Les recuerdo: íbamos a la pata de la película de Pablus Gallinazo, uno de nuestros personajes clave en la historia regional y nacional desde los años 60, cuando Bucaramanga era conocida y reconocida como una ciudad cordial, por lo placentero que resultaba salir a sus calles y compartir noticias y comentarios con quien fuera, conocidos y desconocidos. Y mi teoría es que esta cordialidad se debía a que los bumangueses siempre fueron malos para dar indicaciones y orientar direcciones; de modo que, después de varios intentos fallidos por ubicar al visitante en “Cremas” para que llegara a su destino, optaban por llevarlo hasta allá, y cargarle la maleta; todo a cambio solo de una sonrisa de gratitud.

Pero eso ya pasó. Hoy solo hay agresiones. Ni siquiera se dan las gracias por avisar que lleva la puerta abierta; la respuesta es un insulto: «Y a usted qué le importa, hijue**ta». Ni siquiera un “jijuepuerca”, que cuando menos nos da identidad a los santandereanos.

@PunoArdila

(Tomado de Vanguardia)

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