Los dos papas: Eisenstein y Godard encuentran a Bergman

Los 28 de diciembre acostumbraba a subir por acá el Almanaque Priast de Frases Memorables del año que terminaba, para despedir el año graciosamente. Pero, como está la situación en Colombia, con tanto líder social asesinado no me nace hacerlo este año. El año pasado cancelé esta nota por las mismas razones. Ha pasado un año y nada cambia: siguen cayendo los líderes sociales como arroz (ocho en una semana) y, por lo tanto, el palo no está para cucharas. Además, todo lo que dice el uribismo posee un carácter calculado, macabro y diabólico que opaca su comicidad.

Por eso voy a hablar de cine en su lugar. Y solo hay una película de la cual hablar, y esa es Los Dos Papas, de Fernando Meirelles, el consagrado director brasileño que nos ha dejado cosas como “La Ciudad de Dios” (2002) y The Constant Gardener (2005), esta última basada en la novela de John Le Carré del mismo nombre.

Los Dos Papas es un film político. Una historia más o menos simple, dentro de los esquemas tradicionales que maneja Hollywood y que se puede definir así:

Los dos papas (2019), dirigida por Fernando Meirelles, con soberbias actuaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce.

Dos hombres compiten por un cargo, uno es de filiación de derecha y el otro de izquierda. El hombre de derecha maneja el establecimiento, los hilos del poder, y tiene las conexiones. Pero el hombre más adecuado para el cargo es el hombre de izquierda. El hombre de derecha gana la competencia y se hace al cargo, pero la situación se deteriora y con el tiempo queda claro que ha sido un error elegir al hombre de derecha, a tal punto que este mismo se da cuenta del error.

El hombre de derecha admite la equivocación, dimite, y el hombre de izquierda, quien debió haber ganado al principio, ocupa su lugar. Pero ya con la ayuda del hombre de derecha, quien pasa de adversario a amigo y su más confiable aliado. Una fórmula clásica de Hollywood, mejor dicho.

No obstante, esta fórmula básica posee una “vuelta de tuerca” extra, pues el cargo al que quedan postulados los dos hombres es nada más y nada menos que el papado de la Santa Madre Iglesia. Y es aquí donde viene lo interesante, porque el hombre de derecha que consigue quedarse con el puesto sufre una crisis de fe en ejercicio: ya no puede oír a Dios, quién es el “ente” del cual recibe las instrucciones para ejercer el cargo. Entonces, la fórmula hollyvudesca adquiere un componente metafísico que la convierte en poderosa y muy atractiva.

Dios ya no le habla a Benedicto XVI; ¿qué puede hacer entonces para superar el impasse?

Volviendo al postulado inicial, es un film político porque las inclinaciones políticas de ambos resultan evidentes. Ratzinger es un cardenal alemán, antiguo miembro de las Juventudes Hitlerianas (más por obligación que por vocación), alguien que incluso hizo parte de una batería antiaérea de la Luftwaffe durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Su nazismo tácito, exquisitamente arquitectado por el guionista de la película, Tony McCarten, se refleja en sus elecciones más mundanas. Ratzinger toma Fanta, una bebida inventada por los nazis durante la guerra al quedar suspendida la importación de Coca Cola, a la cual los alemanes eran adictos en los años anteriores a la guerra (en especial, Goering); Ratzinger interpreta música de Zarah Leander, una cantante y actriz sueca íntimamente asociada al nazismo, pues sus años de gloria fueron en Alemania y Austria entre 1934 – 1943, los años de esplendor del Tercer Reich; el programa de televisión favorito de Ratzinger es Comisario Rex, austriaco (como Hitler) sobre las aventuras de un pastor alemán que resuelve casos policiales (los pastores alemanes eran considerados en la Alemania Nazi como Germanische Urhunde, la más pura raza de perros alemanes).

Para completar el perfil fascista de Ratzinger que McCarten y Meirelles nos quieren vender, Ratzinger es seco, sin humor, estricto y tradicionalista, como lo eran los nazis. De hecho, en dos oportunidades durante la película, dos personajes se refieren a Ratzinger como “el papa nazi”.

Y por el otro lado está Bergoglio, un cardenal argentino cuajado dentro de las directrices del Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación, de la cual hizo parte nuestro famoso cura guerrillero Camilo Torres. Bergoglio lee a Marx, a Sartre (libros que quema durante la dictadura en Argentina), es amigo del padre Mojica, uno de los líderes de la Teología de la Liberación en Argentina, quien cae asesinado por las balas de la dictadura; juega al fútbol y es hincha apasionado de San Lorenzo de Almagro; y, por último, posee la austeridad de un franciscano, a pesar de ser jesuita. Sus zapatos son viejos, su crucifijo es de plata (en oposición al crucifijo de oro y esmeraldas de Ratzinger), no vive en los aposentos suntuosos del palacio arzobispal de Buenos Aires, coge bus, y trabaja como misionero en las villas de la capital argentina.

Y para completar, en una escena le ponen de banda sonora Bella Ciao, el himno no-oficial de la izquierda. El choque entre Ratzinger y Bergoglio queda absolutamente claro, pero más que un choque teológico, es un choque… ¡POLÍTICO!

El gran acierto de Meirelles y McCarten consiste en habernos traído este choque político-teológico del más alto nivel en la forma en que lo han hecho. El guion de McCarten es excepcional y hay pasajes que van a pasar a la historia del cine (“es un chiste alemán, no tiene que ser divertido”; o la famosa frase de William Inge: “aquel que se casa con el espíritu de una época está condenado a enviudar cuando esta se acabe y venga otra época”; o el chiste sobre cómo se suicidan los argentinos).

La producción y dirección de Meirelles es extraordinaria, desde el punto de vista de la edición y el montaje. Los 5 tipos de montaje definidos por Sergei Einsenstein (Acorazado Potemkin, Octubre, Alexander Nevsky), el genio del cine soviético, están presentes en el film de Meirelles. El director hace montajes rítmicos, métricos, tonales, sobre-tonales e intelectuales. Para no hablar de las distintas combinaciones entre estos tipos de montaje. Ninguna toma sobrepasa los 5 segundos, dándole la dinámica exacta a un film que transcurre en el tiempo entre 1957 y el 2015, con flashbacks y una historia no lineal, precisamente la razón por la cual Einsenstein inventó la teoría sobre los montajes. Este formidable trabajo de montaje es el secreto del film, pues nos entrega una película compacta, dinámica, bien contada, que se mueve en múltiples vectores temporales.

Sin embargo, el feeling de la película lo aporta la influencia de Godard. En las tomas entre los dos prelados siempre está presente un tercer observador: la cámara, lo cual es Godard puro, una de sus teorías básicas sobre films. La cámara a veces se esconde detrás de un vidrio de un almacén, o detrás de un árbol en el jardín de Castelgandolfo; a veces mira desde arriba a lo Hitchcock, a veces es desmotivada, como la cámara de Bertolucci, pero siempre está ahí, de tercero en la escena.

Y la influencia de Godard queda sellada con la “shaky camera” que Meirelles toma prestada del director suizo-francés. A Meirelles le gusta causar esa impresión de acción, de documental, de cámara “noticiosa” que pusieron de moda los directores franceses de la Nouvelle Vague, en especial Godard.

Cinematográficamente hablando, Meirelles no se queda en la influencia de Godard, va las 100 yardas hasta Einsenstein y nos deja unas tomas fantásticas, en especial las del Vaticano. Esos ríos de cardenales camino al cónclave, con la banda sonora de Dancing Queen de ABBA, son puro Eisenstein y son increíbles. Y la aproximación artística a los jardines de Castelgandolfo dan la impresión de estar inspirados en La Primavera, famosa pintura de Botticelli. Es una cinematografía fina, elegante, bien inspirada, que nos envuelve y nos entrega ese carácter “papal” que Meirelles quiere que veamos.

Para completar tan magnifica producción, el mensaje de la película es bello y constructivo, con un producto final magnífico y equilibrado entre arte y mensaje, como le corresponde a toda obra de arte.

Ratzinger convertido en Benedicto XVI reconoce su crisis de fe y sufre con el silencio de Dios. Sin embargo, en lugar de guardar las apariencias (¿quién puede decir si un papa puede o no puede hablar con Dios?), Benedicto confiesa la soledad en la que lo mantiene Dios, y el hombre eclesiástico, el nazi de sotana, le da paso al hombre mundano, quien recobra el oído de Dios a través de su némesis, el cardenal Bergoglio, quien de alguna manera lo ayuda en su trance y lo lleva a abdicar. Así, dos hombres de extremos políticos opuestos se ayudan uno a otro y conforman una cabeza “bicéfala” de la Iglesia Católica, un poco inspirada en Persona (1966), una de las obras cumbres del cine y uno de los grandes legados que nos dejó Ingmar Bergman.

Por cierto, el director sueco es quien aporta las piezas más importantes, el “pegante” que hace que esta película posea profundidad.

La crisis de fe de Benedicto es un tema que Bergman ya trató en Winter Light (1963). De hecho, dos escenas claves en la película de Meirelles son tomadas de este film. La primera es la conversación en los aposentos papales, antes de que Benedicto empiece a tocar piano, donde el papa le confiesa a Bergoglio que no oye a Dios. Esa escena está inspirada en una conversación similar en Winter Light entre Gunnar Björnstrand y Max Von Sydow. La otra es la confesión en la sacristía, similar a una al final de Winter Light entre el padre Björnstrand y su monaguillo, Allen Edwall.

Por último, está la enseñanza que este film le deja a Colombia. El compromiso entre los dos religiosos puede ser un ejemplo para nuestros líderes políticos. Después de todo, el guion de Los dos papas es exactamente el mismo de las pasadas elecciones presidenciales en Colombia.

Recordémoslo: “Dos hombres compiten por un cargo: uno es de derecha, el otro de izquierda. El hombre de derecha maneja el establecimiento, los hilos del poder, y tiene las conexiones; pero el hombre más adecuado para el cargo es el de izquierda. El hombre de derecha gana la competencia y se hace con el cargo, pero la situación se deteriora y …”.

En este punto, las historias divergen. El papado asume un compromiso y los dos hombres se vuelven aliados, incluso terminan bailando tango (¡esa es la escena más bella del film!, me sacó lágrimas de alegría, como dice el papa Francisco en la película).

En Colombia, en cambio, en el punto de divergencia arranca con un genocidio…

Todo colombiano debería ver esta película, con carácter obligatorio.

@priast

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