Por HUMBERTO TOBÓN*
Todo indica, de acuerdo con los anuncios meteorológicos, que las lluvias seguirán arreciando y que podrían extenderse, por efectos del “fenómeno de la Niña”, hasta comienzos de 2023. Una verdadera tragedia.
El impacto social de esta temporada de lluvias es catastrófico. Lo que se sabe hasta el momento es que son 243 muertos por efectos directos de la lluvia, 500.000 personas damnificadas y daños cercanos a los 400.000 millones de pesos.
Frente a esta situación, ha empezado a surgir una pregunta clave: ¿Se podía prevenir este desastre? La respuesta depende de si se tiene o no un mapa de riesgo detallado y un plan de acción para la prevención. Y de acuerdo con la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, la mayoría de los municipios del país no tienen estos instrumentos.
Se sabía, de acuerdo con los anuncios de las autoridades, que las lluvias en el segundo semestre de 2022 serían cada vez más fuertes y frecuentes. Ante esto, el presidente electo Gustavo Petro, les pidió a los alcaldes en julio que tuvieran listos sus planes de riesgo climático. Muy pocos respondieron afirmativamente.
Ante la magnitud de los daños, lo que les corresponde a las autoridades es reaccionar con los elementos de los que disponen, que en general son muy escasos. El gobernador de Boyacá, por ejemplo, aseguró que no tiene cómo atender las emergencia en 120 de los 123 municipios de su departamento. Lo mismo señaló el gobernador de Cundinamarca, donde 82 de los 116 municipios están afectados por inundaciones y deslizamientos.
Con lo que está ocurriendo ahora, viene a la memoria la temporada de lluvias de 2010 y 2011, que le costó la vida a miles de personas y los daños fueron billonarios. En ese momento se dijo que era necesario avanzar en los planes de prevención, porque esta situación se volvería a presentar. Y el resultado que tenemos a la vista, es que no se actuó.
Con los actuales niveles de lluvia, las vías terciarias están prácticamente destruidas, lo que impide la movilización de los campesinos hacia los cascos urbanos, a lo que se adiciona que vías secundarias y troncales nacionales también están deterioradas, impidiendo que los alimentos y muchas otras mercancías lleguen a las ciudades, acelerando la escasez y el aumento de precios.
La inflación de los alimentos tiene muchas explicaciones, que van desde la ausencia de fertilizantes, la baja productividad nacional, el costo de las importaciones, la devaluación del peso y la especulación del comercio. Sumándose, ahora, la baja oferta interna por la imposibilidad de llevar productos agrícolas y pecuarios a los centros de abasto, plazas de mercado y de ferias y centros de sacrificio.
Alimentos más costosos, daños en las tierras productivas y pérdidas de cosechas, nos pondrán, además, frente a otras situaciones socialmente muy preocupantes: el aumento de la pobreza y del hambre.
Ojalá con esta nueva emergencia sea posible tomar en serio la formulación y aplicación de los planes de gestión de riesgo de desastres.
*Estos comentarios no comprometen a la RAP Eje Cafetero, de la que soy Subgerente de Planeación Regional.