Una vida que no ha terminado de pasar

Ahora lo vemos ahí, postergado y arrinconado por ese olvido lacerante que siempre deposita los objetos en esa guarida deshonrosa, antes de que en ellos aparezcan las inexorables señales de la decrepitud.

Ahí, en medio de su extravío, muchos se niegan a desaparecer cercados por unas paredes, seguramente descascaradas, en una habitación estrecha, cuya puerta quizás la próxima vez que se abra será para consignar sin boleto de retorno otra pieza que ha perdido el encanto que alguna vez tuvo para su desapegado dueño.

Yo veo aquí un piano sucio, que no achacoso. Sus teclas, cargadas de años de ingratitud, están esperando unos manos, no para que sacudan el polvo de sus entrañas, sino para que permitan que sus dedos acaricien y hundan cada una de ellas, con el objetivo de hacer sonar toda esa sabiduría tejida año tras año y que alguien decidió que era desechable.

Su aspecto en lugar de causarme rechazo me atrae, me empuja a mutar en una gran hacedora de música que requiere de la complicidad de este objeto que durante siglos ha sacado de su interior toda la belleza que consigue convertir por unos instantes en buenos incluso a verdaderos monstruos que ha parido la humanidad.

Quiero ser esa que magrea y hunde con fuerza y amor esas clavijas que, sin estar dormidas ni muertas, alguien muy cruel las ha obligado a permanecer mudas para siempre. Me gustaría que mis manos crecieran y se posaran sobre ellas para conseguir de una vez y para siempre que de este hermoso objeto brote nuevamente la vida.

OLGA GAYÓN/Bruselas

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