La vaca

Por F. SÁNCHEZ CABALLERO

No importa la intensidad ni el ímpetu que le imprimas a tu vida, no importa la ruta ni el camino que escojas; puedes ir a pie, en bote o en burro, de nada servirán tus precauciones, no hay obstáculo que se anteponga a tu cita con la muerte.

La noche me sorprende en Cartagena, se hace tarde. Aunque una cena en Turbaco pueda parecer prescindible, quiero llegar a tiempo. Aumento la velocidad. Por fortuna, la carretera es recta y recién asfaltada, aunque oscura y sola. No me debo confiar, cualquier cosa puede saltar de la oscuridad: un jamelgo, un perro o un conejo sabanero. Coloco mi celular en el panel frontal del vehículo, faltan pocos kilómetros para llegar cuando lo veo parpadear, un mensaje de texto ha entrado, aparto la vista de la vía dos o tres segundos para mirarlo: solo eso necesitaba la adversidad.

Un fuerte impacto me sacude, el carro da varias vueltas en el aire y cae con las ruedas mirando al cielo. Quedo aturdido unos instantes, estoy atrapado entre latas retorcidas, siento las piernas rotas, algo se ha incrustado en mis costillas. No puedo moverme, el cinturón de seguridad evita que mis huesos se esparzan por ahí. Las luces del vehículo continúan encendidas en una lucha a pulso contra las sombras, el chorro de luz me muestra con crudeza qué motivó la desgracia: una enorme vaca yace desparramada en medio de la carretera. Como estoy cabeza abajo, al principio me pareció una masa negra con cuernos, creí haberme enfrentado al mismo diablo; un frío infernal recorrió mi cuerpo. Pronto me acostumbro a mirarlo todo al revés; quizá esa sea la forma correcta de mirar, tal como debieron hacerlo los “antípodas”, esa gente del mundo antiguo que vivía en la mitad inferior del globo terráqueo con la cabeza para abajo y unos pies enormes aferrados al suelo.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero ya la cena debe estar fría. No hay vestigios de vida a mi alrededor, solo el croar de algunas ranas en el pantano que bordea la carretera. Un ruido mecánico irrumpe a lo lejos, espero… dos motociclistas pasan lentamente a mi lado, observan la escena sin asombro y siguen su camino; descorazonado, los veo atravesar el rayo de luz y desaparecer, amparados por la noche. Ya poco de lo que hagan las personas me sorprende, nada me duele, incluso el hambre de antes ha desaparecido. Unas mariposas nocturnas hacen círculos en torno a la vaca y una de ellas penetra por el parabrisas hecho pedazos, algunas de sus partes permanecen incrustadas en mi piel. Intento zafarme de las latas que me aprisionan una vez más, quiero alcanzar el teléfono, pero no logro encontrarlo.

Unos instantes después escucho murmullos, gritos y voces, veo sombras fantasmales que se acercan armadas con hachas, machetes y cuchillos, como una legión de demonios en procura de mi alma herida. No hay marcha atrás, ya es definitivo, parece que he muerto. Intento un tardío sentimiento bonito o un pensamiento de contrición, cuando veo cómo la turba arremete con saña contra la vaca. Enloquecidos, unos cortan pedazos de pierna, otros asestan machetazos contra su lomo, o incrustan grandes cuchillos en sus ancas para procurarse un trozo de carne hasta descuartizarla por completo. Luego desaparecen poco a poco, como una procesión de hormigas arrieras con su carga a cuestas. Con terror observo a una figura negra, alta y fuerte, que encarama sobre sus hombros la descomunal cabeza del animal como un minotauro, se aproxima, me mira con desprecio y se aleja hacia su laberinto de sombras. Me estremece el solo hecho de pensar que quizá más tarde regresen para hacer lo mismo con mi cuerpo. Con ojos relampagueantes, una jauría de perros flacos se queda un poco más para limpiar el pavimento con la lengua y borrar con su hambre vieja toda evidencia del desastre.

Las farolas se están apagando. Más devastado que antes, contemplo aún con mirada invertida cómo los últimos destellos de luz pierden su batalla contra la oscuridad. Es la eterna pelea del bien contra el mal, la vana lucha de la vida contra la muerte, inútil sería resistirme ahora; cierro los ojos y trato de que la mezquindad de esas personas no afecte mis últimos pensamientos.

Las esperanzas se han marchado también, ya es casi media noche cuando un par de policías llega en una patrulla y arrastra mi cuerpo sangrante fuera del vehículo, con torpeza.

– Este debía venir muy rápido para volcarse sobre sí mismo sin tropezar con nada-, le dice uno al otro.

– Choqué con una vaca- digo, entreabriendo los ojos.

– ¿Cuál vaca?-, preguntan sorprendidos de que aún esté con vida, -seguro te golpeaste la cabeza, aquí no hay rastros de ninguna vaca.

– Ustedes se la comerán mañana en Turbaco-, les digo, sin fuerzas y sin ganas de discutir con nadie.   (F)           

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