La tormenta que verifica que Colombia vive su gran cambio

Por OLGA GAYÓN/Bruselas

Es la primera vez que Colombia ve a un presidente que, ante las sospechas de que miembros de su familia podrían haber cometido uno o varios delitos, le solicita a la Fiscalía que los investigue. Gustavo Petro está pagando un precio personal muy elevado por un delito que, según las informaciones aparecidas hasta ahora, no ha cometido. De momento no es un coste político, aunque, según cómo se desenvuelvan las investigaciones, podría llegar a serlo. 

El primer mandatario, elegido por los colombianos para acabar con la corrupción y el crimen que todos sus predecesores permitieron y avalaron, con este gesto le está diciendo al país que primero que sus intereses y afectos personales se encuentra el compromiso de gobernar para erradicar la delincuencia política que ha conducido al país a límites insoportables de degradación.

De poder demostrarse, con todas las garantía judiciales, que su hijo y su hermano han utilizado el lazo familiar directo que les une con el presidente para cometer delitos, especialmente aceptando sobornos de criminales vinculados con el narcotráfico y los grupos paramilitares, a Petro y a su gobierno se les presenta una oportunidad de oro para demostrar que la lucha contra la corrupción está en marcha y que ni siquiera una tormenta familiar que sacude el centro del corazón del presidente, la puede paralizar.

En Finlandia, el segundo país menos corrupto del mundo después de Dinamarca, según el último informe de Transparencia Internacional el accionar de sus políticos, cuando es ejemplar, deviene en imitación por parte de todos sus ciudadanos. Así, los finlandeses en el ámbito privado, en sus relaciones laborales, con el Estado y los particulares, ponen en práctica lo que le han visto hacer a sus dirigentes.

Gustavo Petro tiene ante sí el más grande desafío para convertirse en un verdadero ejemplo para los colombianos. La corrupción ha calado tan hondo en la cultura del país que incluso, al parecer, se ha instalado en parte de su familia. Es una verdadera pena que el líder político que más ha arriesgado su vida y la de su gente por desmantelar, denunciar y combatir la connivencia entre los políticos y los miembros de escuadrones de la muerte y agrupaciones de narcotraficantes, tenga que ver cómo el monstruo, aparentemente, ha echado raíces en su propio jardín.

Luchar contra la corrupción en este gobierno elegido para el cambio no es un eslogan de campaña; es un hecho contrastable. Lo han podido ver los colombianos cuando el primer mandatario, tras solicitarle a la Fiscalía que investigue a su hijo Nicolás, afirmó con contundencia: «Si él quiere hacerse multimillonario como los hijos de los otros expresidentes, está muy equivocado porque eso no lo voy a permitir». Cómo sería de diferente Colombia si Álvaro Uribe hubiese dicho los mismo y hubiera perseguido la corrupción de sus hijos que llegaron sin un dólar cuando él arribó al poder y en el momento de finalizar su mandato, ocho años después, salieron convertidos en poderosísimos millonarios. El ahora expresidente, entonces, tildó a quienes los denunciaron, de enemigos de Colombia y perseguidores políticos que querían manchar la imagen de él y de su limpio gobierno. Iván Duque, siguiendo el guion de su mentor, ante las denuncias de financiación de su campaña para presidente por parte de uno de los narcotraficantes más temibles de la costa caribe, jamás le dio la cara al país, y la justicia colombiana tampoco lo investigó, a pesar de contar con múltiples pruebas en su contra.

Ser corrupto aparentemente solo tiene como consecuencia el enriquecimiento de quien lo es. Pero la corrupción supone enormes costes públicos y sociales de gran calado que socavan todas las instituciones democráticas. Cuánto más corrupto es un país menos viable es su democracia. Eso lo ha constatado Colombia durante dos siglos.

Los colombianos en las pasadas elecciones presidenciales votaron en masa para que Gustavo Petro, a través de su gobierno, persiguiera la impunidad, comenzando por crear un servicio público basado en valores, cuya característica principal fuera la transparencia, la honestidad y el juego político limpio. Prueba de que esto se ha puesto en marcha ha sido la actitud del presidente colombiano frente a las acusaciones que señalan a su propio hijo y a su hermano de haber recibido sobornos de personajes que le han causado grandes quebrantos al país.

Este actuar, hasta ahora ajeno a los mandatarios colombianos, es una prueba inequívoca de de que a Colombia ha llegado el cambio. Entre tanto, la oposición representada en la derecha y en esa extrema derecha atroz, se frota las manos porque ve en el caso Nicolás Petro, la gran oportunidad de venganza contra quien, como Gustavo Petro, durante los treinta años de su actividad política, tuvo el valor de desenmascarar tanto a los políticos corruptos como a los más temibles criminales.

Esta oposición que ha estado en connivencia con los bandidos durante décadas, no ha sabido leer este momento histórico que le toca afrontar al presidente Petro. La falta de miras, la desmesurada ambición y el egoísmo extremo, que aparentemente han llevado a su hijo y a su hermano a hacer negocios con los criminales, lo han puesto a él, al presidente, en frente de su más grande reto, a solo siete meses de haber asumido el poder.

Ni Gustavo Petro ni su entorno político, si nos basamos en las informaciones aparecidas en prensa, han cometido delito alguno. Quienes, posiblemente sí lo han hecho, han sido su hermano y su hijo mayor. Y en caso de que así haya sido, tendrán que enfrentar su defensa sin contar con el apoyo político del presidente. Todos suponemos que sí les dará su respaldo personal como padre y hermano, ya que aparte de que Petro ha demostrado ser un mandatario de valía, como ningún otro en Colombia, es igualmente una persona con principios que aprecia sus lazos familiares.

El presidente de Colombia ahora paga un coste personal extraordinario ante el desafío de demostrar con su proceder político que hay que atacar a las mafias, vengan de donde vengan, puesto que la corrupción debe dejar de ser un instrumento para hacer negocios en detrimento de toda la nación y en menoscabo de la auténtica democracia. La corrupción que él combate hoy incluso en contra de su misma sangre, lo sabe Petro y los más de once millones de colombianos que lo eligieron, está en la base de todos los fracasos del país como sociedad. Y está en sus manos, hoy más que nunca, combatirla sin misericordia.

Petro tiene delante de sí la ocasión más propicia para que los colombianos vean en él lo que siempre ha sido: un ejemplo moral. Colombia eligió el cambio. Por ello la rendición de cuentas empieza por la mismísima casa de su presidente, en donde vivía uno de los grandes enemigos del cambio. Ahora el presidente está en la obligación de probarle al país que en su gobiernos sí ha despegado la cultura ética de la gobernabilidad, en la que todos adviertan en su figura política más importante, un comportamiento honrado, valiente y responsable.

Al parecer, la oposición colombiana nuevamente se ha equivocado.  Ha intentado, a través de todos sus medios de enlodar por el presunto accionar delincuencial del hijo y el hermano del presidente, al líder que fue elegido para derribar los cimientos del crimen y la corrupción.  Sin embargo, lo que ha conseguido es que este dolor que se ha instalado en el amor filial de Gustavo Petro se transforme rápidamente en un patrón para la defensa de lo público, del interés común, de los valores éticos y de la democracia que en Colombia siempre ha sido vejada por parte de sus presidentes. 

No se equivocaron quienes votaron para que sea Petro quien conduzca a Colombia lejos del crimen y depositarla en el lugar en el que siempre ha debido estar, que no es otro que la tierra de todos aquellos demócratas que luchan para que la democracia deje de ser una palabra empleada para ganar elecciones y destrozar a toda una nación. Como constatarán sus votantes y sus opositores, esta tormenta que hoy agita el corazón de su presidente, trae consigo la certeza de que a Colombia sí llegó el cambio y que hay esperanza para que los próximos años el país, poco a poco, vaya sacando su cabeza de ese fango centenario al que la condenaron durante 200 años sus gobernantes.

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