La maldición de Caín, recargada

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Lo de comerse la manzana es un simbolismo ambiguo. Asesinar a su hermano es el primer gran pecado del mundo antiguo y, como corresponde, le fue impuesto un castigo ejemplar: errar por el mundo y trabajar indefinidamente sin provecho, al estilo de Sísifo, el héroe griego. La pregunta que hoy me hago es ¿en qué momento asesinar a tu hermano dejó de ser un crimen atroz para convertirse en una práctica común? ¿Qué ocurrió en la historia para que el fratricidio pasara a ser tolerado e incluso justificado por los nuevos cristianos? ¿Qué cambió desde el Génesis hasta estos tiempos preapocalípticos?

Nuestra historia maldita, y quizá todas nuestras desgracias, comenzaron a escribirse antes de conocer las reglas de todo lo prohibido (Moisés no aparecía aún) y desde entonces llevamos tatuada en la piel la marca de Caín. No importa el país o la condición social, no importa si creemos o no, nacemos con la culpa del asesino de su hermano; junto a él fuimos arrojados al este del paraíso, y condenados a vagar por siempre arrastrando el peso de su pecado. Desde entonces vamos de aquí para allá, desarraigados de nuestro origen, despojados de todo derecho y olvidados cada vez más de la misericordia divina.

En este lado del mar nuestro calvario comenzó una mañana de octubre en que los navegantes de una flota de carabelas extraviadas, siguiendo el vuelo de una gaviota, avistaron tierra. En esos extraños bergantines arribaron pervertidos sin asomo de nobleza, clérigos y cazatesoros de poca monta. Junto a los viejos toneles de vino, las raciones de carne salada y las ratas, llegó ese sentimiento devastador que te ataca desde adentro. La culpa. Era un sentimiento nuevo, ajeno a nuestros afanes y aconteceres. Las nuevas creencias remplazarían al Popol Vuh, a nuestros mitos y tradiciones.

En nombre del nuevo dios reescribieron el origen del mundo, del hombre y de las cosas. Los mensajeros barbudos satanizaron al dios sol, enjuiciaron a las sacerdotisas, incendiaron sus códices, exorcizaron los arreos de oro que incautaron. Y lamían las tetas púberes de las indias, tanto como las llagas purulentas de los leprosos para poner a prueba su fe.

“Hay dos paraísos separados, uno blanco para los descendientes de Abel, y otro negro para quienes ostenten la marca”. Acrílico sobre lienzo del autor

La marca de Caín fue cubriendo el continente, entonces sin nombre, como una nube negra que los hechiceros y chamanes, creyéndola un maleficio, intentaron exterminar en vano con yerbas y conjuros. La culpa nos comenzó a carcomer desde el interior, mientras la viruela, que igualmente trajeron los invasores, convertía nuestra piel oscura en una masa de pus. Pero no había de qué preocuparse, la Santa Inquisición traía también el perdón para redimir tu alma incierta: había que partir tu cuerpo pecador en dos, o purificarlo a fuego lento en la hoguera. El nuevo credo incluía además herramientas útiles para quien leyera la letra menuda. No importaba el pecado, un simple rosario, un padrenuestro o un examen de contrición serían suficientes. Violar, torturar o asesinar serían un simple formalismo si el diezmo o las indulgencias eran representativamente generosas. Surgió entonces una nueva estirpe capaz de dar vuelta a las escrituras, trastocarlo todo y conservar sus privilegios: la “gente de bien”. Ellos podían hacer reglas de comportamiento como la ley de pernada, pagar su infracción o legalizarla mediante el indulto.

Con la marca de Caín justificaron la esclavitud de aquellos que tuvieran la piel oscura, así estaba escrito: “hay dos paraísos, uno blanco para los descendientes de Abel, y otro negro para quienes ostenten la marca”. En procura de los favores del creador, y entendiendo que los pecados solo pueden expiarse a través de la sangre, los descendientes de Abel asumieron un rol inverso. Como los tiempos habían cambiado y el valor del ganado era superior al del hombre, era preciso sacrificar al hombre. Por designios de una interpretación conveniente, su casta agrícola debía seguir siendo castigada, los campesinos y pobres expulsados de sus predios y convertidos en parias de su propio terruño; había que condenarlos al destierro.

Ahora somos una mezcla de todo, herencia de una maldición divina y un pasado pecador exculpado. Somos seres múltiples, nuestra sangre se ha entreverado; pudiéramos aventurar que ya no nos debemos a un solo lado de la historia. Incubamos resentimientos mutuos, sentimientos cruzados. Los límites entre uno y otro han sido borrados. En nosotros, el bien y el mal son dos caras de la misma moneda. “No tiene sentido aspirar al bien y luchar contra el mal”, afirma Saramago; en el fondo, cada uno tiene tanto de Caín como de Abel. Somos una contradicción constante, una paradoja, guerreros que vencen y se derrotan a sí mismos en cada batalla; condenados a errar por siempre en su interior hendido.

Al comienzo la lucha era entre creyentes e impíos; luego, entre amos y esclavos, entre conservadores y liberales, entre ricos y pobres, entre capitalistas y comunistas, o entre los herederos de unos y otros. En síntesis, dicho por Herman Hesse, entre el fuerte y el débil. Quizá la historia esté mal contada en verdad y el estigma sea actitudinal, es decir que al margen del tono de piel, la marca de Caín radica en la audacia, la lucha es entre quienes todo lo tienen por voluntad divina o por herencia, versus la determinación de personas con grandes cualidades reflexivas, escépticas, inconformes.

Presiento, no sin ironía, que el dios de la gente de bien interpela con benevolencia sus oraciones, cualquiera sea el dios que los impulse a maltratar y disparar contra sus semejantes: – ¿Dónde arrojaste a tu hermano? ¿Rezaste antes de tirotear y patear su flaco trasero?, ¿Te encomendaste a la virgen de Chiquinquirá para afinar tu puntería y hacerte invisible a los ojos de la Fiscalía? ¿Hiciste una ofrenda generosa, acorde con tu emprendimiento? Aprovecha este jubileo gubernamental, este estado de gracia, y recuerda que sin derramamiento de sangre no hay perdón.

Afuera, imperturbables y decididos, los jóvenes ofrendan su rebeldía con tenacidad, improvisan estribillos críticos, construyen barricadas, apedrean bancos, pintan paredes: inútil empeño, las divinidades de bien solo reciben ofrendas sangrientas y el pago de indulgencias. Afuera los jóvenes recorren las calles gritando consignas y arengas como un poema Dadá: esfuerzo inútil, para la prensa y medios estatales siempre serán vándalos. Afuera las madres buscan a sus hijos desaparecidos: unos son arrastrados por el río, o sus cuerpos torturados tirados en los callejones, los demás conforman aún la nutrida marcha.

Después de observar imágenes de “la primera línea” que me recuerdan La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, sus miradas ardientes, la determinación de sus rostros. Luego de leer La ración, ver sus ilustraciones poderosas y escuchar algunos paneles virtuales de muchachos, sus razones, puedo asegurarles que estamos ante una juventud heroica, que desprecia el heroísmo y los falsos ídolos, una juventud incómoda para el poder, dispuesta al sacrificio, una piedra en el zapato para quienes siempre lo han tenido todo; estamos en presencia de una juventud que desprecia las normas  y le da igual tatuarse la piel con la marca de Caín o la de Abel, que descree tanto de la vida como de la muerte, que no tiene nada que perder y no pide mucho, tan solo un poco de justicia, equidad y oportunidades. Contagiados con su obstinada utopía, parecemos irremediablemente abocados al escepticismo y la resistencia, para gloria de las próximas generaciones. (F)

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