La farsa de rebajar salarios y la justicia mediática

Por H.G. RUEDA

Han pasado 15 días de la despedida del gobierno de Iván Duque y se ha comenzado a correr la cortina que tapaba sus “indelicadezas”, manera muy bogotana para referirse a su ruindad. Días antes de desocupar la Casa de Nariño se le notó un afán nunca visto de firmar contratos, atornillar amigos en juntas directivas, nombrar notarios, elegir contralora y ponerles esquemas de protección vitalicio a los miembros de su circulo íntimo.

El expresidente más joven de la historia saldrá a defenderse con todo tipo de argumentos, tratando de demostrar con fiereza que nada de lo que se le acusa es cierto y que solo son calumnias de las barras bravas de Petro. Pero la verdad esta ahí, irrebatible. Por eso el gobierno de Duque pasará a la historia no solo como el más inepto y desconectado, sino también como el más corrupto.

Si las cosas siguen como van y el presidente Petro continúa levantando las alfombras del pasado gobierno, los colombianos encontrarán más indelicadezas de una administración cuyo más grande mérito fue haber enterrado al Centro Democrático, el otrora partido mayoritario fundado por Álvaro Uribe, quien hoy ante los ojos del mundo parece un señor amargado y arrinconado por su pasado.

Hay que recordar que los colombianos votaron por dos temas centrales en las pasadas elecciones: la lucha contra la corrupción y la superación de la inequidad, en los que Petro tenía más puntos que el derrotado Rodolfo Hernández, a quien lo persiguen los procedimientos non santos de sus hijos y su esposa. No solo es el escándalo de Vitalogic, sino ahora la investigación que le abrió la DEA para establecer el origen de los fondos con los que adquirió propiedades en la Florida por un valor superior a un millón de dólares. (Ver informe de Cambio).

La corrupción es el cáncer de la democracia y su peor amenaza. Un país con semejantes niveles de pobreza no puede salir adelante mientras los corruptos se sigan quedando con los recursos públicos. Por eso duele tanto cada nuevo caso protagonizado por la clase política, experta en manipular a la opinión pública para hacer aparecer como víctimas a los victimarios. Basta recordar los sonados casos en los que se ha visto involucrada la exvicepresidenta Marta Lucía Ramírez, que gozan de total impunidad.

Ahora, en nombre de la lucha contra la corrupción surgen falsos defensores de la moral con propuestas populistas que alebrestan las barras pero que en la práctica incuban peores males. Así sucede con la avalancha de iniciativas para reducir el salario de los congresistas, empezando por la presentada por Jota Pe Hernández, del Partido Verde, quien compite con las iniciativas del Centro Democrático, el Pacto Histórico y el Partido Liberal. Todos quieren reducirse el salario, pero no saben cuánto. Incluso hay quienes consideran que los congresistas no deberían percibir salario del Estado. Varias preguntas surgen al respecto.

Si el país se decidiera por tener congresistas que trabajen ad honorem y sobrevivan de sus actividades particulares, en la práctica estaría privatizando el poder legislativo, sacando del Congreso a los líderes sociales, maestros, gente del común que no tiene ninguna actividad económica privada ni académica, y que son simples luchadores sociales o líderes políticos. ¿Qué clase de Congreso tendríamos? Un Congreso propiedad de un conglomerado, un pulpo económico, un magnate, pero no de los colombianos.

Ese tipo de Congreso haría de los congresistas rehenes de las chequeras de sus financiadores o, lo peor, los obligaría a rebuscarse el sueldo con acuerdos por debajo de la mesa con quienes sufraguen sus gastos. ¿Eso sería mejor que lo que hoy existe? Hay que revisar el tema con calma. El afán de castigar a los corruptos mediante justicia mediática podría llevar al país a cometer errores de los que luego podríamos arrepentirnos.

La reforma al Congreso que ha anunciado el presidente Petro deberá abordar ese tema, teniendo en cuenta que la financiación de las campañas electorales y el salario de los congresistas son temas centrales, así como las listas cerradas. Si a los congresistas no se les paga salario y además es una lista cerrada, ¿quién elabora la lista? ¿Seguirá como ahora que el dueño del partido o el movimiento lo hace, o se obligará la democracia interna? ¿Seguiremos con un Congreso diverso, multiétnico, multicultural, o tendremos un legislativo de empresarios y gente de estrato alto capaz de autofinanciarse? Hay demasiado peligro en esas iniciativas.

Fortalecer la democracia implica luchar contra la corrupción, es cierto, pero sin caer en extremos como pretender privatizar el Congreso o entregárselo a los conglomerados económicos. Con bajar el salario de los congresistas no se acabará la corrupción. El déficit fiscal tampoco se acabará bajándoles el salario a los funcionarios públicos, sino atacando de raíz el problema: aplicando las leyes, trasformando la Fiscalía y los órganos de control; instaurando una cultura de probidad; erradicando la permisividad con los inescrupulosos; imponiendo controles a los sobrecostos en las megaobras; vigilando la evasión y los paraísos fiscales.

El país esta hastiado de la corrupción y quiere justicia. No más casitas caribeñas diminutas de 600 millones, ni puentes de Chirajará caídos; no más Chambacú, Dragacol, Reficar ni Odebrecht. Ni más negociados con el PAE ni robo de carreteras, hospitales, puertos y acueductos. Pero tampoco privaticemos la política tratando de castigar a los corruptos, entre otras cosas porque la clase política ha sido corrompida en muchas ocasiones por la empresa privada. Pilas, que por castigar a unos terminemos entregándole la política a un señor con una chequera bien grande.

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