Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Quienes me conocen desde pequeña aseguran que alguna vez, muy pero muy lejana, en mi personalidad hubo algún brillo fugaz de inteligencia. Siempre he creído que lo dicen porque me quieren mucho, pero estoy convencida de que mienten piadosamente.
¿Alguien, con un dedo de frente, podría creer que en un pasado remoto de la cabecita de esta pobre criatura surgió alguna idea, así no fuese memorable? ¡Justamente! Yo estoy convencida de lo mismo. ¡Ideas y yo se encuentran, y con seguridad siempre fue de esa manera, en franca y feroz oposición!
No recuerdo una sola vez en la que algo salido de mi cerebro haya sido motivo de regocijo para nadie. Ni siquiera para mis padres, que, como sabéis, están dispuestos a ver genialidades en las apreciaciones de su hijo más tonto.
De esta forma, viviendo de los pensamientos de los demás he podido sobrevivir sin muchos sobresaltos. Décadas de esterilidad intelectual para conseguir estar ahora aquí mismo arrumando un montón de letras insustanciales. Años y años en los que mi cerebro funciona lo justito para encubrir que de allí no surge nada, que su interior siempre ha sido tierra yerma, sin que jamás haya habido ni siquiera un diminuto brote verde.
Una persona que me adora y que ha sido muy sincera, me ha dicho que ella fue testigo de que la única vez, hace decenas de años, que de esta cabeza quiso germinar algo, yo misma con una mano muy ágil encendí la luz, no para ayudar a iluminar, no; para que, con el calor del brillo, se derritiera. Y así es que he conseguido sobrevivir, gracias a la luz de los otros…