Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Esta historia tendría que empezar con el “érase una vez”. Pero como en él todo le ha salido a pedir de boca, su relato en presente ha de comenzar con una corona de historia, piedras preciosas y sangre azul que, pese a ser privilegiada, en el momento de brotar, ¡abracadabra!, se torna roja como la de todos los plebeyos.
Nació para ser rey y lo ha conseguido a la tierna edad de 73 años. De momento sus súbditos todavía no lo han visto lucir sobre su cabeza esa corona que durante tanto tiempo le fue esquiva. Para conseguirla hubo de humillarse ante el destino. El pobre, en su dura carrera de príncipe tuvo que soportar a cientos de mujeres en su lecho, candidatas todas ellas a ser desposadas para convertir solo a una en la dulce princesa del gran reino encantado.
Montó a muchas intentando encontrar esa bella princesa que entonces dormía plácidamente en la aristocracia británica. Tras tanto sacrificio la encontró, pero ella saltó de su lecho directo a la iglesia, para casarse no con él, sino con otro que jamás le prometió un feudo saturado de vasallos y lacayos. Desde entonces nuestro hermoso príncipe rápidamente fue tornándose en un hombre que con celeridad iba perdiendo su gracejo. Total, él ya solo era un ejemplar, un heredero al trono, un hombre sin atributos que debía cuanto antes encontrar una mujer que hiciese feliz a su madre, la de él, esa reina musculosa y agria de un imperio en decadencia.
El ya poco o nada atractivo príncipe del reino hechizado encontró a una adolescente británica, virgen ella, por supuesto, a quien le juró ponerle a sus pies el territorio de sus ancestros milenarios. La convenció con solo una sonrisa de oreja a oreja, de que él era su más humilde servidor, haciéndole entrega de su corazón y prometiéndole hacerla reina de un vasto territorio.
Como buen príncipe hechicero le ocultó que lo único que le interesaba de ella era su útero joven que prometía ser muy fértil, como efectivamente lo fue. Parió el primer príncipe para regocijo de la madre de él y de toda la parentela que vivía del cuento de hadas que pagaban millones con sus impuestos. Y esos millones recibieron al nuevo principito bailando, bebiendo y festejando durante muchos días.
El cada vez más feo príncipe en lugar de darle un reino a su joven, bella e ingenua esposa, le aseguró el infierno rodeado de paredes con alcurnia, enormes salones, grandes galas y preciosísimas joyas. Mientras ella ardía lentamente en un masa incandescente, él se enternecía en los brazos de la encantadora mujer que no quiso ser princesa y sí la esposa de otro, para convertirse en su amante y en la bruja del cuento que no entregaba manzanas envenenadas a la princesa sino bellos regalos que sin pudor manifestaba que eran a nombre de su amado, el de las dos, y ella, su adorada y exquisita amante.
Tras haber comprobado que el joven útero glorificado en la catedral de Westminster había servido para traer al mundo dos bellos y rollizos príncipes, el hombre de esta historia, heredero al trono de uno de los reinos más antiguos del mundo, le confesó en privado a su princesa encantada casada con otro, que daría todo su reino por convertirse en uno de esos Támpax que ella se introducía cada mes. Allí, dentro de ella estaba su verdadero y único reino. ¡En lugar de ser un príncipe encantado este hombre era el más grande poeta que había parido la humanidad!
El adolescente útero que compró en la subasta de la aristocracia británica y que prometía ser una fábrica de bellos herederos al trono, de repente se convirtió en un gran mujer que lo mandó públicamente a la mierda, y junto con él a su real familia, entregándole ante millones de súbditos las llaves de ese reino que nunca fue tal. Ella por fin pudo salir de ese infierno que la quemó durante más de una década. Entonces intentó ser ella y solo ella.
Pero la reina, el príncipe consorte, la familia real, y el príncipe heredero, su estafador personal, al que cada vez que le mentía a ella en lugar de crecerle la nariz le crecían las orejas, no podían permitirse un ser pensante, digno y además hermoso, en el seno de ese infierno disfrazado de feliz reino. La mujer que antes había sido solo útero, con su cerebro y figura hizo tambalear los cimientos de esa monarquía milenaria. Y, oh suerte venida de los dioses. Una noche, la fallecieron junto con su nuevo amor musulmán en la ciudad de las luces, del amor y del glamour. En París dejó su alma y su cuerpo para siempre el principal estorbo que de ser solo una matriz devino en la más grande amenaza del Reino Unido de los últimos siglos.
El príncipe de este cuento sin el “érase una vez”, tras ver derramada la sangre del útero real por fin pudo convertirse ante los ojos del reino en el Támpax más aristocrático y monárquico de la historia. Dejó de ser ese heredero que mentía mientras sus orejas se transformaban en radares, para evolucionar en un objeto que su amada cargaba dentro de ella cada mes.
El real cuento, tras enviudar el protagonista de esta historia, terminó en una boda de medio pelo, casi clandestina, pero boda al fin y al cabo, mientras los hijos del otrora útero real, ahora huérfanos, debieron tragarse el sapo entero al admitir en su familia a la nueva integrante, ahora duquesa, pero que antes había sido simplemente una adúltera de alcurnia y de fama mundial. Uno de esos retoñitos creció hasta convertirse en casadero, esposo, padre y en el segundo heredero al trono.
En los cuentos de hadas jamás nos cuentan detalles particulares de los padres del príncipe encantado. Pero en este fantástico relato, la madre era la verdadera protagonista de la historia. Ella manejaba todos los hilos de la familia y del reino. Allí no se movía una pluma sin que fuese ella quien la hubiese soplado. Esa reina reinaba con mano de hierro porque, decían, así le gustaba a la mayoría de sus súbditos.
Ella, la titiritera del reino jamás creyó en su heredero. Reconocía con ello un fracaso personal y muy real. Lo intentó todo para no dejarlo reinar. Mientras, el príncipe convertido en el támpax más feliz del mundo entero no ejercía presión para ocupar el trono pues, vivir a cuerpo de rey sin tener que trabajar, era, aparte de su amada, la mayor y mejor de sus conquistas. La reina, que consiguió mantener unido un reino hecho jirones en diferentes flancos, decidió reinar hasta el último de sus días, antes de soltarle el reino a su hijo al que en 73 años no se le conoció oficio alguno. Con 96 años, hasta el antepenúltimo de su días, en lugar de estar descansando, su débil cuerpo se levantó del lecho en su castillo de verano para recibir a la nueva primera ministra; ella implacable hasta con ella misma ejerció hasta que emitió el último de sus suspiros. Murió tranquila, dicen, seguramente, entre otras cosas, por no haber tenido que ver reinar a ese hombre convertido en Támpax y que alguna vez salió de sus entrañas.
Carlos III, nuevo rey del Reino Unido. Un hombre sin atributos al que la corona en un Estado que se aisló de Europa, con seguridad le quedará muy grande. En este, su reino, planea la amenaza de la independencia de Escocia, la unión de Irlanda de Norte al estado irlandés, la estrepitosa caída de una economía tambaleante después del Brexit, y el crecimiento de una extrema derecha que en lugar de intentar unir el reino contribuirá rápidamente a su desunión y, posiblemente, a su desmembramiento.
Carlos III, el rey que solo quería ser un Támpax, ahora que sabrá por primera vez lo que es llevar sobre sus hombros la responsabilidad de ser un jefe de Estado no elegido, entenderá que por mucho que se nazca para ser rey gracias a la semencracia y la uterocracia, no todos los privilegiados que al mundo llegan con la corona puesta podrán lucirla con honorabilidad sobre su cabeza.