En agosto nos vemos: ¿una novela manoseada?

Comencemos por decir que la novela póstuma publicada por los hijos de Gabriel García Márquez es la más buena de sus obras malas, rango en el que además tienen cabida Memoria de mis putas tristes y El otoño del patriarca.

En alguna de las tantas entrevistas que dio, Gabo dijo que quería tener al lector “agarrado por el cuello, desde la primera hasta la última línea”. Esta premisa la cumple a satisfacción en el primer capítulo, cuyo frase de remate es demoledora: “Solo cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de veinte dólares”.

Lo primero que allí se me vino a la cabeza fue “¡mucho hijueputa!”. Y no porque Ana Magdalena Bach hubiera dado motivos para hacerle creer a su primer amante extramatrimonial que iba en busca de dinero, sino porque el tipo quizá creyó que había sido tan fogosa en la cama, que se merecía una recompensa. En cuyo caso, tan corta suma por el placer recibido acababa de menospreciarla. Motivo por el cual, “mucho HP”.

Hay otro capítulo que también brilla con luz propia, el tercero, cuando vive ella su segunda faena amatoria con un desconocido, en este caso alguien de quien al final se viene a saber que estaba “solicitado por las policías del Caribe como estafador y proxeneta de viudas sin sosiego, y probable asesino de dos de ellas”.

De ambos capítulos se tiene certeza plena de la autoría de Gabo, pues el primero fue publicado por la revista Cambio en 1999 (según recordó Patricia Lara), y un fragmento del tercero quizá fue el que leyó en Madrid durante el Foro de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) frente a un abarrotado público que incluyó a Felipe González y Mariano Rajoy.

Dije arriba que es la más buena de sus novelas malas no porque en realidad sea mala, sino porque hay ciertos apartes donde se perciben bajonazos en el estilo, en el ritmo narrativo, en la sindéresis, qué sé yo. En cualquiera de los tres anteriores (o en todos), porque es como cuando el intérprete del concierto para piano No. 5 de Beethoven, Emperador, desafina en alguno de sus movimientos. Y esto no pasa desapercibido.

No podría entrar en detalles sobre tal o cual capítulo, pero si de bajonazos se ha de hablar, el más desestabilizador se siente en la última página, cuando la exquisitez narrativa de todas las anteriores queda reducida al último regreso de Ana Magdalena Bach a casa, cuando llega donde su esposo Doménico Amaris “arrastrando sin misterios” (sic) un saco de huesos:

– “Es lo que queda de mi madre -le dijo ella, y se anticipó a su espanto.

– No te asustes -le dijo-. Ella lo entiende. Más aún, creo que es la única que ya lo había entendido cuando decidió que la enterraran en la isla”.

Y punto final.

Digámoslo sin ambages, es un remate inesperado, no era lo que uno esperaba, termina en punta, en un saco de huesos dizque “arrastrado” por la protagonista. Y eso no funciona ni siquiera como metáfora.

No es para echarle la culpa a Gabo, por supuesto, pero esa especie de coitus interruptus literario sirve para entender por qué al final de su vida nuestro Nobel tuvo la suficiente lucidez para decirle a su familia que había que destruir el libro, contrario a lo que después de muerto el escritor habría de afirmar Rodrigo García Barcha: que su padre “no tenía conciencia para tomar esa decisión”.

En la charla que el pasado 10 de marzo sostuvo el vástago primogénito con Los Danieles para justificar la publicación de la novela, llamó sospechosamente la atención la importancia que le dio al ChatGPT de Inteligencia Artificial, al que definió como “el experimento del momento” y ante el cual incluso contó que llegó a preguntarle bajo qué circunstancias se justificaría que una madre matara a su bebé.

Y es cuando el lector desprevenido se pregunta: ¿acaso llegó también Rodrigo a contemplar pedirle al ChatGPT uno o varios finales para lo que pudo ser una novela aún más inacabada de la que hemos conocido en la versión puesta a la venta por Random House?

Sea como fuere, lo que no resiste discusión es que el más grande maestro de la literatura y del periodismo que ha habido en Colombia pidió que lo que quedaba de su última novela fuera destruida, pero sus herederos no resistieron la tentación de percibir todo el dinero que están obteniendo -a raudales, sin duda- con su publicación.

Así las cosas, la pregunta del millón es: ¿cuál motivación primó, la literaria o la comercial?

Es por todo lo anterior que, en respuesta al interrogante planteado en el título de esta columna, me atrevo a considerar que definitivamente la novela En agosto nos vemos sí fue manoseada.

Ahora bien, no nos llamemos a engaño: si preguntaran mi opinión respecto a si hubiera preferido que se respetara la voluntad del escritor, debo confesar que entro en contradicción rampante cuando reconozco que, al margen de cualquier consideración ética, fue de todo mi agrado no haberme visto privado de su lectura.

En síntesis, disfruté la novela como Ana Magdalena debió haber disfrutado aquellos encuentros amatorios fugaces, y pese a los “bajonazos” estilísticos ya descritos.

Señor Rodrigo García Márquez, queda usted absuelto de toda culpa y no deje de disfrutar el enorme privilegio de ser el hijo del más grande.

“Ego te absolvo a peccatis tuis”.

@Jorgomezpinilla

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