El Parque Nacional de Bogotá fue el lugar desde donde partió el pasado 21 de abril la marcha contra el gobierno que preside Gustavo Petro. Separados de la multitud estaban los indios acampados entre los árboles. Los manifestantes hormigueaban sobre el cemento. Los indios sobre la tierra húmeda. Los manifestantes agitaban banderas. Los indios rajaban leña para alimentar los fogones de piedra. Los manifestantes se notaban bien alimentados. Los indios mostraban los signos de la desnutrición. Los niños indígenas vestían harapos y correteaban descalzos. Entre los manifestantes no había niños, ni jóvenes.
Llueve. Los indios se resguardan en los deplorables cambuches que han levantado sobre el gélido suelo. Los manifestantes se protegen con sus guapísimos paraguas e impermeables. De los cambuches salen estelas de humo. De la marcha sale una gritería. ¿Qué hacen esos indios allí? ¿Por qué no están en sus territorios? Dos preguntas que deberían hacerse los manifestantes que se autodenominan patriotas, visten camisetas de la selección absoluta de fútbol y agitan el tricolor nacional.
La marcha se mueve. La Plaza de Bolívar es el objetivo: el Capitolio y el Palacio de Nariño. Dos lugares que a lo largo de un siglo han estado ocupados por los tatarabuelos, abuelos y padres de los políticos que han convocado la protesta contra el actual gobierno. Añoran esas habitaciones frías —como las llamó Petro— en las que se fraguaron guerras, negocios, extorsiones, corruptelas, conspiraciones, señalamientos y un largo etcétera de infamias. Los recintos en los que se fabricaron millones de pobres, como los que ocupan las aceras de la carrera séptima, exponiendo sus miserias o buscándose la vida con sus cachivaches. No hay por dónde caminar. “Huele a pobre”, dijo con desdén una elegante señora cuando vio a un hombre desdentado ofreciendo herramientas de segunda mano a los marchantes. ¿Por qué hay tanta penuria en las ciudades y campos de Colombia? Una buena pregunta para los opositores.
La lucha de clases en Colombia no fue una invención de Karl Marx ni de Cantinflas. Fueron las familias oligárquicas las que estratificaron a la sociedad colombiana. Una minoría se apropió de la apetitosa torta del Estado, dejando una migajas sobre la mesa a la endeudada clase media para que se creyeran —como doña Florinda— el cuento de que eran ricos, y a la mayoría social les dejaron el cartón para que levantaran sus cambuches en las laderas de las ciudades o lo tendieran debajo de los puentes.
El siglo XX fue de revoluciones y transformaciones estructurales. Franklin D. Roosevelt, a través del New Deal, intervino la economía de los Estados Unidos con el fin de repartir riqueza entre la clase trabajadora. La socialdemocracia europea creó un estado de bienestar que garantizó salarios, salud, educación, vivienda y vacaciones a la clase obrera. Costa Rica, Uruguay, Chile y Argentina crearon sistemas asistenciales que emularon a los de Europa. Colombia, exceptuando al liberal Alfonso López Pumarejo, no hizo nada por la gente trabajadora. Antes por el contrario la empobreció. Se formó, en cambio, una clase política parasitaria que acentuó la brecha social, y en los noventa desmanteló y privatizó las pocas instituciones que mitigaban el sufrimiento de los más necesitados. El hampa y la prostitución infantil que azota a las cities colombianas es el resultado de una política mezquina, en la que no se ha visto un solo gesto de misericordia hacia los pobres. Este problema no se soluciona con policías, motocicletas y carteles de recompensa como creen algunos mandatarios locales, sino mediante reformas de fondo. Repartiendo de nuevo el naipe. Realizando cambios estructurales. No bloqueándolos o saboteándolos en el Congreso.
Heriberto de la Calle, el mueco lustrabotas creado por Jaime Garzón, hacía desternillar de risa a los colombianos. Los operadores políticos tradicionales se peleaban a codazos para que Heriberto de la Calle —de la calle—, lustrara sus zapatos porque con ello ganaban notoriedad entre los votantes. Lo que nunca se imaginaron es que algún día ese embolador, ese individuo de la calle, hiciera carrera hasta llegar al más alto cargo de la República, y trajera a ciudadanos de a pie para que le ayudaran a gobernar.
A los “señoritos” —como llamaban los jornaleros andaluces a los terratenientes— esto no les gusta. Se han inventado toda clase de artimañas para que el presidente Petro no cumpla su cometido y termine su mandato. Hay que recordarle a la extrema derecha colombiana que en el futuro pueden recibir el doble de su propia medicina. Colombia, vuelvo a decirlo, es una bomba de relojería. No es bueno que la oligarquía siga jugando con esta clase de artefactos. La lucha de clases, que han instigado desde los aparatos de propaganda, puede llevar al país hacia el abismo.
El próximo 1 de mayo le tocó a Heriberto de la Calle volver a la calle. La multitud cambiará de rostro. El rostro cambiante de la multitud, como titulara George Rudé a uno de sus ensayos.