Por insignificante que parezca, toda obra de arte trata de contarnos algo. Sus imperfecciones o pequeños malabares técnicos plantean un choque emocional, una lucha profunda, un ejercicio de ensayo y error como resultado de la angustia, el descuido o el azar. Desentrañar sus enigmas suele ser una tarea compleja porque su magia no solo depende de su autor, sino que puede estar atada al destino de quien la inspiró o la posea. Con paciencia, podemos develar los amarres internos que dan fuerza a su misterio y con algo de suerte, quizá descubramos mimetizada bajo su esquema oculto o sus capas de color, una perturbadora historia de amor.
En casa dePeter todo tiene las características de una ortodoxa galería de arte. Es una edificación de tres pisos con el mejor estilo republicano del período de la industrialización. En su doble fachada, tiene adornos geométricos en altorrelieve, empotrados sobre ventanales y puertas rectilíneas. Posee además un techo empinado con tejas de pizarra negra, que dotan a la edificación de un especial carácter germano. En su interior las paredes son espaciosas, blancas, sobrias, sin elementos de diseño que distraigan la atención y una iluminación focalizada que da protagonismo a cada obra.
—Somos privilegiados, no muchas personas conocen esta casa por dentro—, me dice mi amigo Matthias mientras subimos las escaleras de mármol. —Son personas maravillosas, ya verás. Peter es un psicólogo de prestigio, tú lo conoces, pero no ha podido arreglar los trastornos depresivos de su mujer—, me dice al oído. Ella nos recibe con una sonrisa sosegada; vestida de forma elegante, en medio de las velas encendidas y los bellos adornos florales verdes y rojos, característicos en su arraigada tradición navideña. Es una mujer alta, delgada, de rasgos agudos, con un rostro angulado y perfil clásico. Su reposada belleza y extremidades largas evocan la esbeltez de las cada vez más escasas gitanas flamencas. No le advierto ninguna sintomatología especial a no ser por su mirada ensimismada y melancólica, como alguien acostumbrado a la soledad.
Con Peter, hacemos un recorrido por los tres pisos repletos de arte, contándonos pequeñas anécdotas en torno a cada obra: dónde la compró, qué paciente se la regaló, en cuál ciudad o país, qué circunstancias del destino fueron necesarias para que dicha pieza cayera en sus manos. Exhibidas pude estimar unas 45 obras entre pinturas, litografías, esculturas y dibujos de artistas célebres como Dalí, Braque, Kandinsky, MaxErnst, Buffet, Munchy una maternidad de gran formato con mi firma que había comprado años atrás en su viaje a Colombia. Sorprende ver que mi cuadro, el más grande de todos, recostado sobre el piso por alguna concesión especial de último momento o, siguiendo parámetros decorativos vanguardistas, tapa uno de los dos grabados de Picasso, que representa la lucha por una doncella desnuda (¿Ariadna?) entre un minotauro y un guerrero, evidentemente inspirado en la mitología griega que tanto le gustaba pintar al español.
—Es casi una herejía—le digo.
—Es el lugar que te mereces— dice, a manera de cumplido.
Tomamos champagne para comenzar la noche y celebrar el rencuentro. Luego, como entrada, comemos un paté de salmón con camarones y caviar de truchas con una ensalada de hojas del campo, que -dice Matthias- solo se produce en esta temporada en el valle del Sarre. Tomamos vino blanco de las riberas del Rin. El plato central es una exquisita ternera en salsa de pimienta con una especie de hongos de las rocas de la montaña y puré de papas. Pido vino tinto. —De los viñedos del Mosela—, dice Peter.
Evadiendo un poco el postre de manzanas, cuya prolífica cosecha de otoño me venía acompañando desde Austria, me intereso en el pequeño Chagall que veo colgado en el comedor, cuyo tamaño no excede los treinta y cinco centímetros de diámetro. Representa los rostros de una pareja que flota sin cuerpos en una atmósfera de amarillos y rojos sobre el bosquejo gris de Notre Dame, con algunas pinceladas azules que evocan el Sena. Fechado en 1931 y pintado al óleo con la magia de un surrealismo encantador, es sin duda fiel reflejo de una época feliz.
—Era de mi madre—,dice ella, —es mi único aporte a la colección de Peter. Verá, después de morir mi padre, una vez que todos nos fuimos de casa, mi madre tuvo un compañero. Él estaba viudo y solo, igual que ella, pero prefirieron seguir en casas separadas, en un esfuerzo por conjurar las trampas de la rutina y el desamor. Se conocieron un verano cualquiera en el derruido puerto astillero de Bremen y comenzaron a frecuentarse furtivamente en restaurantes, bibliotecas y parques como un par de adolescentes. Cuando ella visitó su casa por primera vez, lo que más le impactó fue esa pequeña obra, y quizá por nerviosismo o por la aprensión de una frustración tardía, no paró de hablar de ella durante toda la cita. Él debió sentirse cómodo con el tema, era un alivio, pues ya había perdido el toque y el deje intimista que exige el ritual del enamoramiento. Desde entonces, en cada visita, pasaban horas enteras tomando vino y contemplando el cuadro hasta desentrañar su magia por completo, su simbología, su pincelada, su color, sus rebatibles defectos, el más mínimo secreto. Se sentían identificados y representados allí. Hacía unos años él había realizado algunos trabajos en casa del joven pintor ruso y éste le regaló ese pequeño cuadro, que conservaba como un tesoro desde los tiempos turbulentos de preguerra. El pequeño Chagall se convirtió en el preámbulo de todo encuentro, en el rompe hielo de toda conversación.
Fueron felices un tiempo. Con los años, su amigo tuvo principios de Alzheimer y pese a los cariños que ella le prodigaba, hubo que internarlo en un hospital mental. Ella lo visitaba a diario para tentar sus recuerdos y agitar los pensamientos que él dejaba pasar de largo. Él apenas si la recordaba con intermitencia. Los tiempos maravillosos habían pasado. Un día, en un rato de lucidez, tratando de sortear la maldición de la enfermedad le dijo que el Chagall era suyo: —quiero que lo conserves como el símbolo de nuestro amor— le susurró con voz temblorosa. Mi madre llevó el cuadro a su casa y lo colgó en el punto más visible.
Las visitas al hospital se convirtieron en su única actividad. Toda su vida giraba en torno a él. Al principio le causaban gracia los repentinos cambios de su actitud. De una serenidad pasmosa y distante, pasaba a una risa incontrolada por cosas aparentemente intrascendentes: una mariposa aleteando en el jardín, el hallazgo de un pocillo en una silla o una bicicleta recostada en la pared. Poco después su amigo dejó de sonreírle y supo entonces que había perdido la memoria por completo. Ella seguía visitándolo, le bordaba los pañuelos y pijamas con su nombre para que no se extraviaran en el hospital, le tejía gorros y bufandas de lana para el frío, lo peinaba, lo cepillaba, le conversaba sobre sus crecientes temores, sus fantasmas emocionales, sus baches mentales, y sobre su pavor a la soledad cuando él no estuviera. Sin un interlocutor válido y sin referentes conscientes de lo que decía, hilvanaba un tema con otro sin preámbulos, sin preguntas ni respuestas, sin puntos, sin comas. Apenas si percibía los cambios abruptos de su propio comportamiento. Juntos iban a la pequeña capilla para rezar fragmentos de oraciones y credos sin principio ni fin. Atraído por un guiño mágico, él se ponía de pie y con movimientos breves se acercaba al altar y acariciaba al ángel de mármol con la ingenua expresión de asombro de un niño; entonces ella se levantaba y lo tomaba del brazo antes que apagara la llama de las velas con sus dedos. Lo sacaba de paseo por el jardín para contemplar las flores y tomar mansamente el sol de la mañana. Le hablaba de las últimas nuevas de la postguerra, de las terribles condiciones del sometimiento, del interés del museo de arte por exhibir el Chagall, de lo feliz que la había hecho sentir en el ocaso de su vida y otras ocurrencias más. Como habían hecho con el pequeño cuadro, en ocasiones se contemplaban largamente casi sin pestañear bajo el plomizo cielo de octubre. Como si se vieran por primera vez, descubrían la fragilidad de su piel, de sus facciones, las venas verdes de sus rostros translúcidos. Quizá porque sabían que todo intento de recuerdo era un esfuerzo inútil, se adentraban en sus ojos nublados como quien se asoma a un precipicio, con la esperanza tardía de grabar cada detalle en su malograda memoria y llenar los vacíos que deja el olvido. A esas alturas él ya no la reconocía y quizá tampoco la escuchaba. Su pensamiento estaba absorto en quien sabe qué deslindadas ideas y su mirada extraviada, vacía o estacionada en el tiempo, tampoco reflejaba los menesteres de este mundo.
Pronto ella también comenzó a exteriorizar el rigor de la enfermedad. Empezó por olvidar los pastelillos que tiernamente preparaba para su amigo, luego, a quién había ido a visitar y cosas así. A veces se subía al metro y viajaba a las estaciones finales una y otra vez hasta que alguien la tomaba del brazo para acompañarla a la salida. Otras veces llegaba a la clínica por inercia, traicionada tal vez por los deslices de la memoria o los sórdidos atajos de la costumbre. Los enfermeros la guiaban hasta su cuarto y la sentaban frente a él. Largas horas se quedaban allí, contemplándose, mirándose con la mente en blanco como dos verdaderos extraños, sin pasado, sin emociones, sin nada que decirse. Sus recuerdos permanecían llenos de vacíos y suspiros, hasta que, sin novedad, terminada la hora de las visitas, ella era acompañada otra vez hasta la puerta. En ocasiones irrumpía radiante con su canastilla de galletas recién horneadas y las compartía risueña con quienes hallaba a su paso. Un día vio en la recepción del hospital el catálogo de una retrospectiva de grandes pintores del arte moderno, con su cuadro a todo color en la portada. Ella lo reconoció de inmediato, era su pequeño Chagall. Lo tomó y mostró orgullosa a todo el que encontró:
—Es mi cuadro, este cuadro es mío, es mío, él me lo regaló—, decía con alborozo y lo abrazaba y bailaba y reía agradeciendo al cielo su fortuna. Y otra vez reía, mientras corría por el pasillo hacia su cuarto.
—Ya la perdimos del todo—, dijeron enfermeros y doctores cuando la oyeron —ahora sí está loca por completo—, y no la dejaron salir más.
Diciembre 31 2011. Espacio aéreo sobre el mar Caribe.
Agradecimiento especial a una cálida azafata de Lufthansa que para festejar el nuevo año me trajo una copa de vino tinto y me dio con qué escribir, pero he olvidado su nombre.