Cuando era niño, mi padre me llevaba a ver estatuas. Vengo de una ciudad donde abundan, y dónde la historia oficial, la de la espada y la sangre, se encargó de ir borrando la otra historia, la de la resistencia y la emancipación. Mi padre me llevaba de la mano por la calles del centro histórico de Cartagena y me explicaba por qué a don Pedro de Heredia, el conquistador español y fundador de la ciudad, le faltaba la punta de su nariz; o quién era esa indígena de torso desnudo llamada Catalina, y cuál era su supuesta importancia en la historia de mi ciudad. O que ese señor, el de la estatua en medio de la plaza de la Aduana, era el marinero que descubrió América en tres embarcaciones; o quiénes eran los “patriotas” representados en los bustos del camellón de Los Mártires.
A medida que crecía me daba cuenta que el asunto no era solo de estatuas, sino que aquellos nombres se repetían en calles, barrios y avenidas, no solo de mi ciudad sino de muchas otras del país, como si el significado de la estatua hubiese salido del bronce para ir poblando la simbología de toda la ciudad.
Darse cuenta que toda aquella simbología era una gran mentira, o al menos tan solo la verdad oficial de un asunto mucho más complejo, fue producto de un proceso lento de ir develando lo oculto tras la rigidez del bronce. En definitiva, durante siglos, desde que nos volvimos República, hemos estado honrando al victimario y al asesino, al traidor y al oligarca, hemos construido nuestro relato de nación, nuestra identidad ciudadana, a partir de la adoración de la imposición violenta sobre el diferente y, en muchos casos, el desprotegido. ¿Qué nos sucede como nación y sociedad cuando esto ocurre? ¿Acaso no viene de ahí esa tendencia actual a adorar el mal en sus múltiples representaciones políticas, de loerigir estatuas, así sea mentales, de instituciones y personas que han venido demostrando con hechos sus desprecio por los otros?
Una estatua puede ser la materialización de un poder que, desde lo simbólico, impone una visión, una lectura del mundo y de la historia. Y en ese sentido, hay muchas estatuas que merecen ser derrumbadas. Aquellas cuya violencia simbólica sigue reprimiendo y explotando la humanidad y la cultura de otros. Hay estatuas ignominiosas que recuerdan la barbarie, el exterminio, la sangre y el fuego. Ahora, esas son las estatuas que vemos, que identificamos en sus pedestales, ¿pero qué hay de las estatuas invisibles, las que se levantan en el alma de una sociedad? ¿Cómo derrumbar la estatua de un ídolo de carne y hueso, esculpida desde lo inmaterial, desde el lenguaje y la política? ¿Cómo derrumbar la estatua mental, ese monolito enraizado en la nuestra cultura, según el cual el mal y sus formas hacen parte inherente de la política?
Imaginemos por un instante que nuestra democracia es una inmensa estatua. ¿Cómo se vería esa estatua hoy en el gobierno Duque? El material con el que está hecha esa estatua no es el bronce, la piedra o el mármol. La democracia está hecha con el material de los días, el mismo con el que se tejen las relaciones humanas y la de los individuos con las instituciones que los representan. Esta estatua, a diferencia de las otras, no es rígida, todo lo contrario, sus contornos se moldean a muchas manos, y en su construcción se entrecruzan pieles, saberes, cuerpos, visiones y cosmogonías en un proceso colectivo que parte del respeto de cada individuo.
Estos pilares, en lo que se debe construir toda sociedad, están hoy mutilados, inservibles, destrozados, hecho escombros. En ese sentido, Colombia es también un inmenso cementerio de estatuas inservibles. A lo largo y ancho de ese cementerio se erigen monstruos, engendros de bronce y mármol hechos con los retazos de múltiples estatuas: el torso de una, el busto de otra, los brazos de alguna más, las piernas de alguna otra. Esas son hoy las estatuas de nuestra democracia, Frankensteins que evidencian la colcha de retazos, de remiendos y agujeros, que sucesivos gobiernos han hecho de nuestra nación.
Nuestra labor, en el caso anterior, es reparar esas estatuas. Esa reparación implicará el derrumbe de otras, invisibles y físicas, pues en todo proceso de re-aprendizaje y de recomposición, hay una violencia emancipadora, liberadora, que ilumina por dentro, que propone un cambio profundo. Así que empiezo yo: me suelto de la mano de mi padre, agarro la primera piedra que encuentro, y la lanzó con fuerza para tumbar lo que le queda de nariz a la estatua de don Pedro, el desnarigado.