Compendio de las desgracias cotidianas (II)

Por F SÁNCHEZ CABALLERO

La desgracia puede ser momentánea, intermitente, y a veces suele acompañarnos toda la vida. Hay quienes hacen de ella un hábito y la arrastran consigo atada a sus abarcas. Mercenarios de su desdicha la portan en su piel como el monje a su cilicio: un arma, una mortificación contra la ventura.

Tan solo el dolor es fuerte
la vida es vano capullo,
yo vi acabarse mi orgullo
bajo el peso de la muerte.

Así lo escribió Gabriel Escorcia Gravini, el poeta soledeño que malvivió su propia “miseria humana” limitado a las visitas nocturnas al cementerio, cuando la lepra demandaba el rechazo social y representaba una condena a muerte. No obstante, todos los desgraciados arrastran su propio fantasma. Sus miedos o su propensión al desastre los hace hallarla en cada esquina, y reivindican cada encuentro como si el dolor y la adversidad fueran su derecho, o una cuestión de entereza. El mundo es un lugar terrible, y ellos están condenados a asumirlo con resignación, invocando el sentimiento de culpa y esa continua sensación de pecado tan afín al pensamiento cristiano. Los desdichados miran hacia atrás en cada paso, se anclan en el pasado y confrontan los nuevos retos en posición de retirada. Un tortuoso camino les espera, enigmático, impreciso, de espaldas al sol, invariablemente guiados por su sombra:

                                                                IV

Nos hallábamos en un pueblo ajeno y lejano. La primera noche, mientras jugábamos billar, un hombre de aspecto huidizo y mirada distante se aproximó a nuestro grupo y llamó aparte a mi amigo Nelson para rogarle que por favor no lo matara: “yo ya he pagado todas mis culpas”—, dijo.  —Esté tranquilo— le contestó Nelson, —yo no lo conozco a usted, tan solo he venido a jugar softbol. Aparentemente el hombre no quedó muy convencido. Al día siguiente, después de jugados dos partidos programados de softbol, el individuo apareció de nuevo con su mujer y sus dos hijas. Sospechando que se tratara de alguien con un trastorno mental, Nelson no quiso atender su llamado y se hizo el desentendido. Viendo la angustia del hombre, lo invité a la mesa donde departíamos gran parte de los jugadores. Nos presentó a su familia y, siempre dirigiéndose a Nelson, con voz entrecortada le rogó que no lo hiciera por él, sino por ellas, sus mujeres: “ellas no merecen ese dolor. Por favor no les haga ese daño. Uno de joven comete muchos errores, pero yo ya soy otro”.

Molesto con la situación, Nelson se levantó y se fue a su cuarto. Como el individuo no me pareció una persona fuera de sus cabales, quise tranquilizarlo. Pero ignorando mis palabras, el hombre continuó hablando:

—Llevo penando veintitrés años y desde entonces la muerte me viene pisando los talones. En ningún lado he podido echar raíces. He recorrido gran parte de la costa Atlántica y todo el Darién chocoano; al partir, en cada uno he dejado el poco entable que conseguí con esfuerzo. Huyendo de pueblo en pueblo he perdido parte de mi vida. Cada noche tengo pesadillas y me despierto con sobresaltos. Ahora soy un hombre cansado, estropeado y sin fuerzas; si algo podrido todavía conservo, ya no soy un peligro para nadie. ¿Por qué no pueden perdonarme? Sé que su amigo ha venido por mí; hágame el favor y le dice que tenga consideración.

Se aproximaba la hora de la cena, entonces le dije al hombre que se llevara a su familia y volviera más tarde a la fiesta de despedida, pues yo quería conocer su historia.

Compartimos solo hasta la media noche, quizá debido al cansancio y la falta de parejas. El hombre nunca volvió.

Por la mañana, antes de subir al bote que nos traería de regreso al golfo de Urabá, el motorista nos dijo que lo habían visto embarcarse en la madrugada junto a su mujer y sus hijas con rumbo desconocido. —Por su equipaje parecían ir para lejos—, añadió. No es aventurado suponer que la desgracia iba con ellos.

Da lo mismo estar de un lado o del otro si estás del lado equivocado. La desdicha no se manifiesta en abstracto sino a través de hechos; tiene tantos rostros como formas y nombres. (Grabado del autor, Boga de río – 2017)

                                                              V

La desgracia no tiene género ni condición social, no se es más feliz por pertenecer a un grupo étnico específico, por ser descreído o por caber en un determinado rango de edad. Vagabundo, reinsertado o poeta, es circunstancial. Da lo mismo estar de un lado o del otro si estás del lado equivocado. La desdicha no se manifiesta en abstracto sino a través de hechos; tiene tantos rostros como formas y nombres. La mala suerte es solo uno de sus tantos eufemismos. La adversidad no tiene patria, no sigue patrones definidos, es poco exigente, se regodea en lo ambiguo, en lo absurdo y en el desconcierto:

Todavía recuerdo la contrariedad del hombre aquel que recostó su codo en la ventanilla del bus mientras partíamos. Un individuo alto y flaco que pasaba, apenas encubierto bajo la visera de una cachucha, estiró su brazo y con una sonrisa sardónica en el rostro, arrancó su reloj de un tirón. Se alejó a paso lento mirando de reojo; su sonrisa se transformó en una expresión oscura cuando vio que el hombre del reloj se bajó del autobús para enfrentarlo. Lejos de amedrentarse, éste se paró con actitud desafiante y escupió marcando un punto húmedo en el piso. —Vos no me vas a ganar de escupa, devolveme el hijueputa reloj—, dijo el hombre. Sin perder la compostura, sin sacar un arma pero con dureza, el ladrón le soltó unas palabras que a cualquiera hacen recapacitar, una de esas frases que sin querer se aferran a la memoria: “hermano, usted para qué quiere ese reloj; un muerto con reloj se ve muy feo”.

(Continuará).

www.fsanchezcaballero.net

@FFscaballero

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