Vallenato sí, pero no así

Hablar de vallenato en medio del Paro Nacional parece una impertinencia total.  Pero no hay tal.  Porque en ese maremágnum de inconformidades florecen las conversaciones más inesperadas. 

Todo empezó con un trino del recién electo diputado del Atlántico, Nicolás Petro Burgos, quien reclamaba a los cantautores del Cesar su indiferencia ante la convocatoria al concierto del 8 de diciembre, en contraste con artistas como Adriana Lucía, ChocQuib Town, Totó la Momposina o actores como Robinson Díaz y Julián Román.  Posteriormente el senador Gustavo Petro amplificó la crítica cuestionando los vínculos de algunos ídolos del folclor vallenato con el paramilitarismo, la parapolítica y el narcotráfico, un hecho ampliamente conocido en Colombia.

Inmediatamente Jorge Robledo, senador del Movimiento Obrero Independiente Revolucionario (MOIR, un pequeño grupo de origen maoísta), casó pelea requiriendo retractación de Petro.  Esto sirvió de comidilla para los medios, que no pierden ocasión de atacar al probable candidato presidencial de Colombia Humana. En La W, por ejemplo, el vallenato fue tema del día el 11 de diciembre, pero tergiversaron el sentido llevando a la audiencia a creer que Petro había atacado al género musical, que ni siquiera había sido punto de discusión.  El tema real era la conciencia social de los intérpretes vallenatos más destacados en el mercado de la música, dispuestos para un concierto cuyo fin era intervenir en Venezuela, pero no cuando se trata de su propio país.  Un compositor vallenato alegó que ellos eran libres de participar o no en el Paro, en lo cual tiene toda la razón, pero este vocero del folclor no entendía que, asimismo, otros tienen la libertad de criticar tal actitud.  De eso se trata la democracia deliberante.  

El asunto de fondo es cómo el arte refleja las contradicciones de la sociedad que lo produce.  Hoy recordamos con nostalgia el auténtico vallenato juglaresco, bucólico, que narraba viñetas pueblerinas de la Guajira, el Valle o la Sabana, pero es apenas natural que un género musical cambie con el tiempo, para bien o para mal.  El folclor vallenato cuenta con un amplio repertorio que evidencia la conciencia social original de compositores y cantautores.  Recordemos la Plegaria vallenata, El indio, El rico y el pobre, o ese inolvidable himno a los maestros de escuela. 

Pero luego pasaron tres fenómenos: la comercialización, la modernización y la traquetización.  Los dos primeros, prácticamente inevitables, permitieron al vallenato trascender fronteras, llegar a nuevos públicos, influir y ser influido por otros aires musicales, haciendo fusiones e incorporando nuevos instrumentos y sonoridades.

 Desafortunadamente la Región Caribe, que había escapado a la violencia sectaria entre liberales y conservadores que costó miles de vidas, fue epicentro de la bonanza marimbera y pionera del narcotráfico en Colombia a fines de los 60s, antes que paisas y vallunos se adueñaran del negocio,  y luego en los años 90 se vio envuelta en el nuevo conflicto armado.  Al ser una región de latifundios, ganadería extensiva y pobreza extrema, el paramilitarismo echó raíces con el respaldo de élites rurales terratenientes y sectores de las Fuerzas Militares y la clase política.  Todo ello mezclado con narcotráfico y formas organizativas mafiosas.  De ahí salen “Los señores de la guerra” que el investigador Gustavo Duncan caracteriza en su libro del mismo nombre (2006). Rodrigo Tovar en el Cesar y Salvatore Mancuso en Córdoba son los ejemplos paradigmáticos de ese fenómeno social, político y militar que tendría también repercusiones culturales.

Ya desde el auge del vallenato mercantil se institucionalizó la nefasta costumbre de incluir en los temas grabados un saludo ajeno a la canción, mencionando a algún personaje adinerado de la comarca.  Lo que al principio pudo ser un saludo espontáneo, pronto se volvió una cuña publicitaria que el mencionado debía pagar.  Semejante prostitución de la música fue asumida sin recato.  Luego, cuando fluyeron los dineros fáciles del narcotráfico con fiestas descomunales y parrandas infinitas, los intérpretes vallenatos más cotizados vendieron su alma al diablo en vez de cantar el Padrenuestro al revés, como hiciera Francisco el Hombre, según cuenta la leyenda.  Se convirtieron en los bufones musicales en las cortes de los mafiosos, con la risible disculpa de que “ellos no sabían”.  El vallenato se tornó “traquenato”.

Muchas de estas parrandas se grababan y circulaban en casetes y CDs.  En una de ellas, ampliamente difundida, Poncho Zuleta grita la consigna “Viva la tierra paramilitar”.  Y cuando Diomedes se vio envuelto en el asesinato de Doris Adriana Niño, se convirtió en prófugo de la justicia, refugiándose en territorio paramilitar controlado por las AUC.  Todo esto es vox populi, nada nuevo cuento aquí.  Simplemente subrayo que hay que abordar el tema sin tapujos ni hipocresías. Y saber que, a la hora de señalar culpables de dañar el maravilloso folclor vallenato, hay que apuntar hacia la corrupción de los dineros calientes y la ruta ‘crematística’ de algunos talentos, no hacia quienes valoran el arte y el artista que se compromete con su pueblo raso y que vibra en la misma frecuencia de sus sentires y esperanzas.      

 Nota: me cuentan que hay un libro sobre este tema, titulado Realismo mágico, vallenato y violencia política en el Caribe colombiano, de autoría de José Antonio Figueroa y publicado por el ICANH en 2009.  Habrá que leerlo.  También vale referenciar la novela realista de Alonso Sánchez Baute: Líbranos del Bien (2010) y el film de Ciro Guerra y Cristina Gallego, Pájaros de Verano (2018).

@jorgeseniorbuho  

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