Desde que se vio por primera vez en el espejo, se dio cuenta de que era igual a todo lo que le rodeaba: personas, animales, objetos y naturaleza; cielo incluido. En su mundo únicamente se veían dos colores. A ella le incomodaba ver un universo tan plano, tan rígido, tan desolado. La niña sin embargo era consciente de que algún día, siendo todavía bebé, había conocido otra cosa menos mustia. Durante al menos cinco años intentó recordar qué era en concreto lo que había visto, pero no conseguía saber en qué consistía ni dónde estaba.
Un día su amigo invisible le trajo el regalo de cumple. Se lo dio con la condición de que lo abriera una vez él se hubiera ido, y que jamás revelaría quién se lo había dado. Tras la partida del amigo, con prisa rasgó el papel y encontró una paleta con muchos colores. Recordó entonces que ese era el objeto que había visto cuando aún no caminaba.
Ya sin ninguna clase de instrucción, tomó el pincel y la paleta en sus manos y comenzó a pintar su mundo de colores. Ella tenía el poder de entintar a todos y a todo, a su antojo. Entonces se dedicó a colorear a los animales, a las personas que conocía, a los objetos y a la naturaleza. Apenas terminó de llenar su universo de colores, se quedó dormida.
Mientras descansaba, en su carita se le veía una gran sonrisa de felicidad. Ella era el único ser en el mundo que ahora era en blanco y negro. Tenía el poder para pintarlo todo y a todos, pero a sí misma no podía darse color; sus pinturas no servían para teñirla: cada color que ponía sobre su piel, de inmediato se tornaba en blanco o en negro. Igual sucedía con los objetos que usaba, como ropa, zapatos y todo aquello que sirviese para vestirla y acicalarla. Contrario a lo que se pudiese pensar, ella no estaba triste por ello. Su felicidad consistía en dotar de belleza a cuanto la rodeaba. Desde entonces es la encargada de que la naturaleza, las personas, los animales y las cosas sean todas una inacabable descarga de color.
Olga Gayón/Bruselas
Sobre el autor o autora
