Razones para decir NO al servicio militar obligatorio

Por GERMÁN AYALA OSORIO

En el servicio militar obligatorio y en las voces que se oponen a su desmonte, confluyen el clasismo, el machismo y el racismo, tres de los más grandes problemas que la sociedad colombiana arrastra de tiempo atrás.

Por haber servido a esta patria en el 4to contingente de 1983, creo tener “autoridad moral” para exponer elementos que aporten a la discusión alrededor de su desmonte definitivo o de su prohibición temporal, dadas las resistencias de sectores de la derecha (del llamado uribismo), y la esperanza que les queda de revivirlo una vez deje el poder Gustavo Petro.

Recuerdo lo que en su momento me dijo un tío: “váyase al Ejército para que se vuelva hombre”. Frase naturalmente atada a la cultura patriarcal de los años 80 en los que me enlisté, a los 16 años, sin que ello fuera impedimento para la dirección de reclutamiento por ser menor de edad.

Volverse hombre, por supuesto, implicaba la negación de cualquier actitud homosexual de parte del conscripto. Después de una dura instrucción de cuatro meses en el Batallón Rondón de la baja Guajira, la homosexualidad de compañeros e incluso, las de suboficiales, se hizo notoria, lo que de inmediato hizo relativa la advertencia y el consejo de mi tío. Conclusión: ser hombre, comportarse como tal, es decir, ser heterosexual, nada tiene que ver con prestar el servicio militar.

En lo referente al clasismo, el reclutamiento mismo y las prácticas al interior de la fuerza dan cuenta de su existencia y naturalización. Campesinos, afros e indígenas pobres eran reclutados para convertirse en soldados regulares, usados para combatir a las guerrillas o por lo menos, para operar en las llamadas zonas rojas. El tiempo de 18 meses ya hacía parte de las diferencias socio culturales que alimentaban el clasismo, en relación con los bachilleres. La decisión de reclutar a jóvenes de colegios sin mayor reconocimiento social y económico de las ciudades capitales naturalizaba el clasismo, pues las familias con poder económico podían comprar la libreta militar y así evitar que sus hijos prestaran un servicio destinado a que lo prestaran los más pobres. Con el tiempo, la compra de la libreta se convirtió en un vulgar negocio para oficiales y suboficiales, que formaron su propia red de corrupción. Tanto la libreta militar, como la tal libreta de conducta, poco o nada me sirvieron en la vida para trabajar.

Algunos soldados de clase media que por alguna razón se enlistaron, podrían pasar el tiempo dedicados a enseñar a jugar tenis a las esposas de los oficiales o quizás servir de conductores a coroneles y generales. La separación tajante entre oficiales y suboficiales era otra expresión del clasismo estructural que se práctica al interior del Ejército. En mi tiempo de soldado bachiller, encontré en varios suboficiales un sentimiento negativo expresado en una palabra muy común para la época: disociador. Así, logré acercarme a cabos y sargentos que disociaban de la cadena de mando y de sus superiores, en especial, de los arrogantes tenientes (suiches y efectivos), que se creían que habían alcanzado alguna gloria imperceptible para el resto de la población.

En lo que respecta al racismo, para la época (1983) era evidente la poca presencia de oficiales afros. Recuerdo solo uno de origen guajiro. Con el tiempo, fue más común encontrar oficiales negros de alta graduación, sin que ello signifique que las prácticas racistas se hayan desvanecido o quedado proscritas dentro de las unidades militares y las propias escuelas de formación.

Después de haberle servido a este país como soldado bachiller, puedo concluir que fue ante todo una experiencia negativa. Eso sí, y debo reconocerlo, la huida de un desertor que había llegado a la base militar con sede en Barranquilla en la que estaba de guardia, puso a prueba mi respeto por el valor de la vida. Para los oficiales que me amenazaron con “envainarme” por no haberle disparado al prófugo, debí haberlo “dado de baja”. Para otros, incluidos los suboficiales disociadores, hice bien en disparar los tres tiros al aire y dejar que el joven desertor se escabullera entre las calles del norte de la capital del Atlántico. Todavía me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiese asesinado a ese joven, de quien supe que ya tenía una hija. Y, por supuesto, qué hubiera pasado con su hija, madre y las familias comprometidas. Más allá de esa experiencia, estoy de acuerdo con acabar con la obligatoriedad del servicio militar.

Adenda: además de la prueba que sobrevino con la escapada del desertor, destaco del servicio militar haber disfrutado por espacio de cuatro meses, la compañía del entonces subteniente Ayala Osorio, Jorge Enrique, mi hermano mayor, a quien aún extraño.

@germanayalaosor

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