Milei es peor que Uribe

Por JORGE SENIOR

Primero fue en inglés: Donald Trump. Luego en portugués: Jair Bolsonaro. Y ahora se perfila en español: Javier Milei. El mismo fenómeno, populismo de derecha. Una línea política que va más allá de la derecha tradicional. Algunos incluirían a Nayib Bukele en esta lista.

El fenómeno posee peculiaridades según el país -como veremos- pero tiene un núcleo común, que podemos sintetizar en cinco puntos: el caudillismo mediático de un outsider antipolítico, el negacionismo histórico, la ideología anarcocapitalista de los Libertarian (un neoliberalismo extremo), el conservadurismo radical opuesto al correccionismo político en lo cultural y, desde luego, no puede faltar en la receta algún tipo de autoritarismo y cierto amorío con las armas.

En España está Vox, pero sin caudillo. Y sin caudillo el populismo no es tan exitoso, pues no puede apelar al mesianismo. Además, España tiene un partido de derecha fuerte, el Partido Popular de José María Aznar, con fuertes raíces católicas y franquistas.

En Colombia tuvimos el fenómeno Álvaro Uribe. Pero Uribe era un político tradicional, no un outsider, por lo que no podía jugar a ser antipolítico. En cada país el fenómeno se presenta enfrentado a un enemigo contra el cual se concentra el discurso populista autoritario y mesiánico. En Colombia el enemigo eran las FARC, no los políticos ni la burocracia estatal. Por eso Uribe se daba el lujo de decirles a sus politiqueros parlamentarios: “voten mientras no estén presos”. Su negacionismo del conflicto no era tal, sino más bien una narrativa para encajar en “la lucha contra el terrorismo” proclamada desde Washington tras los cuatro ataques del 9-11. Impuso a Santos, pero en ese tema este político dinástico se le escapó, rumbo al Nobel. Luego, en el período Duque pretendieron borrar la memoria histórica, pero las dimensiones de la tragedia colombiana hacen de ello un imposible: demasiadas víctimas.

Su política económica era neoliberal ortodoxa, sin llegar al extremismo libertariano: privatizar (haciendo negociados), pero sin disminuir significativamente el tamaño del Estado. Además, a Uribe le tocó la crisis del 2008 en EEUU que magulló el hegemónico discurso neoliberal, aunque no lo aniquiló, por carencia de alternativas potentes. En la batalla cultural Uribe tampoco pudo ser extremista, entre otras porque en Colombia tampoco hay un liberalismo identitario radical que sea fuerte y se constituya como enemigo principal de la derecha. Aquí, como dijimos, el enemigo eran las FARC y Venezuela, que no se caracterizan por ideologías identitarias. Aun así, en 2016 el uribismo logró utilizar el tema de la ideología de género para triunfar en el plebiscito, enredando el proceso de paz.

De otro lado, cuando Uribe gana la presidencia en 2002 el paramilitarismo ya era un fenómeno poderoso, con dos décadas de desarrollo. Y si bien Uribe encarnaba ese movimiento, lo que le tocaba hacer era aconductarlo para resolver el problema del “terrorismo” -léase insurgencia- desde la precaria legitimidad del Estado que ya por entonces contaba con las herramientas tecnológicas para una guerra “inteligente” con la cual golpear la hasta entonces invulnerable cúpula de las FARC. En ese contexto de violencia politizada, la seguridad ciudadana común no era prioridad en la agenda pública, mientras que el narcotráfico ya gozaba de un entramado en toda la sociedad colombiana y el Estado.

En conclusión, Uribe sólo encaja a medias con la caracterización de los cinco ejes que hicimos del fenómeno populista de derecha. El caso Milei es bien diferente, pues él sí parece encajar en todos los aspectos. Veamos.

Aunque Milei se escribe con M de Menem y de Macri, puede jugar perfectamente a representar una ruptura frente a la pseudoizquierda peronista y la derecha más tradicional que ya tienen cansados a los argentinos, en especial por el manejo económico. Surge entonces como una tercería alternativa nítida. Este personaje no es un loco como el Bucaram ecuatoriano o el Rodolfo Hernández colombiano, a pesar de su estilo disruptivo que refuerza su carisma de antipolítico. Es un economista mediático que cuenta un discurso ideológico bien montado, cuyas raíces se nutren en la escuela austríaca de teoría económica, la de Friedrich von Hayek y la Sociedad Mont Pelerin. A diferencia de Chile, que fue centro experimental de la escuela de Chicago de Milton Friedman, Argentina no ha vivido en carne propia un fundamentalismo de mercado, esa opción allí no se ha quemado.

Lo que sí han vivido tanto Chile como Argentina es el crecimiento de los movimientos identitarios radicales (tipo ‘woke’), al igual que en España y Estados Unidos, con polémicos logros legislativos que suelen dividir a la opinión. Y allí donde eso sucede, inmediatamente crece la reacción que potencia a las derechas, especialmente si son populistas, pues son temas profundamente emocionales y llenos de dramas personales.

La fuerza del discurso de Milei está en sus elementos ultrasimplificados: va contra los políticos y la burocracia, por tanto contra la corrupción, por tanto contra el Estado, por tanto contra el “socialismo”. Cuando escribo “por tanto” es porque ese es el encadenamiento lógico que el candidato vende, aunque se base en verdades a medias, convenientemente manipuladas. En ese discurso el socialismo es cualquier cosa que huela a Estado: Keynes, el estado de bienestar, la socialdemocracia, la política social. Y todo eso hay que barrerlo, alega. Es un discurso tan simple que deslumbra a la galería votante.

Milei también asume el negacionismo histórico frente al terrorismo de Estado de la dictadura, pero lo maquilla con una retórica de espejo, como si los hechos hubiesen sido simétricos entre dos bandos equivalentes. El viejo truco del ‘equilibrio’.

Consecuente con su antiestatismo, Milei promueve el armamentismo privado, evocando a la National Rifle Association (NRA) de EEUU, así como su política tributaria se alinea con el Tea Party del GOP (republicanos). En resumen, Milei recoge lo peor de la influencia ideológica gringa. Sólo le falta el Ku Klux Klan.        

@jsenior2020

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