Por PAME ROSALES
Consideren esto: una familia bogotana de padre, madre e hijo universitario. Todos ellos se cuidan mucho y evitan el contacto con otras personas diferentes a ese núcleo familiar de tres integrantes.
Pero sucede que los números de las cédulas de los padres son pares y el del hijo es impar.
Entonces, debido a las medidas decretadas por Claudia López, ahora no pueden ir en familia a la terraza de un restaurante, aunque esté funcionando, y aunque sus probabilidades de contagiarse entre ellos allá sean exactamente las mismas que en la casa en la que viven.
El hijo que se aburre en vacaciones y no le permiten salir con sus padres, decide entrar al grupo de chat de su universidad en el que sólo hay compañeros suyos con cédula impar (el cual los muchachos tardaron 30 segundos en conformar) y se pone de acuerdo con cuatro de ellos para ir a almorzar a un gastrobar en la Zona T.
Allá los cinco pasan un rato agradable, hablan y ríen, pero uno de ellos tiene covid. Él no lo sabe, por ser asintomático, y al final todo el grupo termina contagiado, incluyendo a nuestro universitario.
Terminado el almuerzo nuestro universitario llega a la casa a contarles a sus padres cómo le fue, y antes de que anochezca ellos también resultan contagiados. Lo mismo ocurre con los tres amigos restantes, que a su vez terminan contagiando a sus respectivos padres y hermanos.
En lugar de esas prohibiciones medio bobas (o bobas y media) basadas en números de cédula y tonterías por el estilo, ¿no sería mejor establecer unos aforos máximos para los restaurantes, basados en distancias entre mesas, ventilación del lugar y los otros protocolos que han probado ser efectivos para minimizar los contagios, de forma que grupos familiares que viven juntos puedan recrearse un rato sin importar la pendejada de si su cédula es par o impar?
¿Cuál es la fascinación de recurrir a medidas escueleras poco científicas?
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