La partera de los campos de arroz

Por JAZMÍN DUARTE

Algunas reflexiones sobre mi experiencia como “extensionista”.

Colombia ha padecido un conflicto armado de más de cinco décadas, el más largo de los conflictos en los países del hemisferio occidental. No obstante, ha sido un territorio cuyos pueblos navegan sobre la esperanza de hallar la cordura y apaciguar los vientos de guerra, por eso, se han surtido más de diez procesos de diálogo con las insurgencias; el más reciente de ellos, entre los años 2011 y 2016 fue el proceso de paz de La Habana con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla más antigua del continente y cuyo origen como grupo armado remite al problema de la tenencia, posesión y uso de la tierra, esto es, al conflicto agrario.

Hablar de diálogos de paz y profundizar en la comprensión del conflicto debe situarnos en la reflexión sobre nuestro papel individual, nuestro rol como ciudadanos, nuestro ejercicio profesional y nuestra opción vocacional. Yo, colombiana, no he vivido un solo día de mi existencia en una realidad distinta a esa de la guerra. Durante mi infancia solía visitar a mi abuelita en zona rural del sur del Tolima, tierra arrocera, en una vereda surcada por canales de riego y bordeada por la majestuosidad del río Magdalena y por el ímpetu del río Saldaña. Me encantaban las rutinas de mi abuelita, ella madrugaba con los primeros cantos de los gallos, preparaba café en una olleta grande, barría el solar, alimentaba a los animales, patos, gallinas, pollos, cerdos, y a Rebeca, la lora parlanchina con quien mi abuela conversaba mientras iba pensando en el desayuno, y a la vez planeaba el almuerzo, en el fogón de leña, con el agua de la múcura, y así, entre una y otra tarea doméstica, mi abuela Silvia también contaba historias, evocaba recuerdos de su mamá, de mi bisabuela, quien otrora fue la partera de la vereda, porque no había hospitales en los años 20, 30, 40, ni hospitales ni centros de salud, al menos no cercanos, no en las zonas rurales de Colombia.  

Mamá Canducha no sabía de eso, fumaba tabaco y recogía su larga enagua para andar más a prisa y llegar puntual a su cita. A recibir la vida donde la llamaran, allá sabía llegar. Fotos de la autora

La única posibilidad de un parto digno para las mujeres del Cairo Brisas, era mi bisabuela y su oficio de partera. Ella, mamá Canducha, doña Candelaria, recibió a por lo menos el 80 por ciento de los pobladores que fueron fundando y creciendo la vereda, y como agricultores se dedicaron al mango, el plátano, el algodón, el sorgo, la soya, y el arroz, sí, por esos años, se empezó a sembrar arroz, se impuso y se extendió como monocultivo este cereal, aquellos años de la revolución verde que de revolución y de verde tiene muy poco. Todos labrando la tierra en tiempos en que se dividió el país entre liberales y conservadores, la historia que nos pesa, la de los pájaros y los chulavitas, duele. Qué bueno que los que se salvaron en el Cairo Brisas, lo hicieron entre los campos de arroz.  

Pero mamá Canducha no sabía de eso, fumaba tabaco y recogía su larga enagua para andar más a prisa y llegar puntual a su cita. A recibir la vida donde la llamaran, allá sabía llegar. Bien, ¿qué tiene que ver el conflicto armado en Colombia con mi bisabuela? No son temas tan distantes ni tan distintos, porque mi primera experiencia con el mundo rural es cercana a las mujeres que me antecedieron en mi linaje femenino. Campesinas y punto. Me formé como agrónoma en universidad pública, más que opción profesional fue mi opción de vida, tras dos décadas de ejercer este rol se habla en algunos contextos sobre extensión agropecuaria, que hoy se concibe como aquel ejercicio de interacción directa con los moradores rurales para apoyar sus entornos productivos. Esto me toca y me trastoca.

Cuando tengo la maravillosa oportunidad de hacer trabajo de campo, siempre resulto en la cocina hablando con las mujeres, preguntando: “¿qué están cocinando hoy? ¿Cómo ha estado sumercé, doña María Eva? ¿Ya hay nueva profesora en la escuela? ¿Los niños y niñas tienen cuadernos y lápices para este semestre? ¿Ya todos saben leer y escribir, sumar y multiplicar? Recuerden que es mejor que restar y dividir. Y nos reímos. Mandingos piojos que otra vez se les pegaron a los niños. ¿Vamos a hacer un intercambio de semillas? ¿Doña Soledad le prestó el pato a Filomena? -Ella, que briega con su pata, con sus huevos de pata y le gusta encartarse. -Sí, vamos a hacer chicha, porque en el día de mercado se vende toda y con el recaudo, que nos vengan a poner los bombillos de la cancha…”

Ahí están las historias, al lado del fogón de leña, en el calor de la olla de barro, en la complicidad, en la cocción lenta del maíz, en la aguapanela con anís, sencillo, básico, y a mi todo eso me alcanza y me sobra para ser feliz.

Milagros Palma en La Mujer es puro cuento menciona que la vida en el campo presenta matices bien definidos referentes a la estructura de la familia. La figura de la madre es la mujer que debe resolver lo inmediato, el café, el desayuno, los animales, el agua fresca de la múcura, lo inmaterial, lo espiritual, lo reproductivo. Entre tanto, la figura del padre es el que resuelve lo material, lo productivo, lo importante, lo que vale, lo tangible. Pero resulta que, entre esta disyuntiva de ser mujer rural con la incertidumbre de la guerra, se sostuvieron familias de al menos tres generaciones de colombianos, si no es que todos, absolutamente todos, estamos emparentados con alguna mujer rural.

Suscitar entonces la reflexión desde mi quehacer como profesional del sector agropecuario, es también una necesidad obligada de reconocer con certeza -no sin tristeza- que no han existido proyectos ni programas ni políticas efectivas que cobijen a la mujer rural en el ejercicio y en la defensa de sus derechos fundamentales. Es una realidad, sin duda hay avances, hay que aceptarlo, se han dado pasos importantes en resignificar a la mujer rural y su condición: la que cuida el hogar, la que siembra los jardines productivos, la que cuida la huerta, la chagra, la manigua, la que materna, la que cría, la que teje y sabe de hierbas sanadoras, de las fases de la luna, la mujer rural, negra, indígena, que reclama un lugar en la construcción de la Colombia en Paz. Ellas pusieron a sus hijos y sus hijos pusieron el pecho a la guerra, el duelo y los duelos, y sobre todo, aquella mujer rural valiente que se empeña e insiste en preservar y sostener la vida, no es más, ni tampoco menos, es su compromiso con la vida, yo, todas, nosotras, vosotras, ellas, como mamá Canducha, la partera de los campos de arroz.

@Jazz_Duarte

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