Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Desde siempre optó por ser una mujer indestacable. Nada que saliera de ella podría llamar la atención de ningún ser vivo. Ni las personas ni los animales repararían nunca en ella. El lugar que ocupaba siempre estaba disponible para quien quisiera apropiárselo. Su voz, inaudible, la emitía solo cuando era indispensable para su supervivencia.
Fue una niña que creció sin atributos y una adolescente cuyos pechos ni siquiera despuntaron. Más adelante, la mujer en la que se convirtió pasó inadvertida para los hombres ávidos de lujuria, incluso para aquellos que vertían su deseo sin que hubiese de por medio una erección.
Su vida transcurrió en el más absoluto silencio. Ella no emitía sonidos, mientras que los otros, los que estaban a su alrededor, jamás intentaron comunicarse con ella porque su suave pisada y esa forma de vestirse para no ser nunca vista, surtieron el efecto deseado: ser una grandísima desconocida, una persona irreal, una verdadera doña nadie.
Como nadie nunca la determinó, su cerebro terminó esfumándose entre la bruma. Más tarde fue parte de su cabeza la que se ausentó.
Su insignificancia alcanzó tal grado que, cuando de lo poco que quedaba de su cara brotaron flores negras, nadie, ni siquiera ella se percató de que por fin había germinado ese preciso día en el que su vida se evaporó.