La espiritualidad del ateo

Por JORGE SENIOR

Cada vez que alguien menciona la palabra “espiritualidad” acostumbro a preguntar qué significa ese término, para él o para ella. Las respuestas que me regalan son muy dispares y no precisamente por polisemia, sino más bien por indefinición. Todo el mundo usa el vocablo con propiedad, como si hubiese un consenso claro sobre su significado, pero no hay tal. Cada quien parece tener una definición personalizada.

Que las personas religiosas se refieran a la “espiritualidad” no me sorprende, al fin y al cabo creen en los espíritus, como si las funciones mentales no fueran producto del cerebro sino algo independiente que puede existir sin el cuerpo. Sabemos por la ciencia que tal creencia es errónea, no hay mente sin cuerpo. Por eso sorprende que intelectuales ateos de filosofía materialista hablen a favor de la espiritualidad. ¿Espiritualidad sin espíritu? ¿Qué será lo que quieren decir?

Carl Sagan, por ejemplo, escribió en El mundo y sus demonios: “La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad; es una fuente profunda de espiritualidad”. Michael Shermer, editor de la revista Skeptic, publicó Ateísmo y espiritualidad, un artículo en el cual defiende que “los ateos pueden ser tan espirituales como cualquiera, y quizá incluso más”. Shermer, que también menciona a Sagan y a Feynman allí, dice que “la espiritualidad es una manera de ser en el mundo” y la asocia con el asombro ante el misterio, el maravillarse ante la sublime belleza de la naturaleza y con una actitud abierta de búsqueda de nuestro lugar en el cosmos. Feynman es mencionado por su concepto estético de la ciencia, cuando reconoce que explicar una flor no le quita nada a su belleza y por el contrario, le suma.

Richard Dawkins en El espejismo de Dios y Daniel Dennet en Romper el hechizo también exploran la espiritualidad como fenómeno y como concepto. Todos estos autores ateos y materialistas tienen en común que no rechazan el término “espiritualidad” para referirse a cierto tipo de experiencia humana, aunque procuran redefinir el concepto para depurarlo de toda fantasía inmaterial o sobrenatural, y lo reivindican como una vivencia intensa y sensible a través de una inmersión profunda en el arte, la ciencia o la filosofía. Yo comparto esta concepción, pero creo que el uso del término “espiritualidad” lleva a confusión. Si redefinimos el concepto, entonces mejor cambiemos el vocablo. Como lo asocio a lo sublime, suelo usar la palabra “sublimidad”, que el diccionario define como “calidad de lo sublime”.

Carlo Rovelli en su libro El nacimiento del pensamiento científico, dedicado a Anaximandro de Mileto, analiza el desencantamiento del mundo -el paso del mito al Logos- cuando la humanidad logra por primera vez superar el pensamiento mítico-religioso, hace 26 siglos. Nace allí la ciencia en sus formas más incipientes, pero la religión no desaparece, puesto que se trata de un fenómeno complejo y universal de la especie humana que todavía hoy predomina, al menos cuantitativamente, aunque se ha ido transformando en algo cada vez más alejado de los viejos dioses. Rovelli también explora la esfera de la espiritualidad individual como un fenómeno más reciente, propio de la modernidad. Coincide con el hecho de que cada vez es más común de escuchar a personas no ateas afirmar que ellas no comulgan con las religiones, pero sí asumen en su vida alguna forma de “espiritualidad”.

Hasta aquí hemos permanecido en la tradición de la cultura occidental, signada por el monoteísmo que surgió en el medio Oriente. Ni siquiera hemos mencionado la espiritualidad del lejano Oriente, enraizada desde hace milenios en sistemas de creencias que van desde el politeísmo hasta el no teísmo. O las culturas indígenas del Nuevo Mundo. O de África y Oceanía. Al globalizar la perspectiva, se amplía el espectro de los referentes que puede tener el concepto de espiritualidad.

No obstante, esto no cambia la dicotomía entre los que asumen la espiritualidad como un trascendente contacto con lo sobrenatural imaginado y los que la vivenciamos como una profunda inmersión en la realidad, capaz de generar en ocasiones una emocionante sensación de vértigo y en otras una plácida serenidad. La primera opción choca con la ciencia, mientras la segunda, por el contrario, va de la mano del conocimiento científico del cosmos, desde la escala de lo infinitesimal hasta la inmensidad del universo. A ésta última, insisto, prefiero llamarla sublimidad, como vivencia exquisita de lo sublime.  

Existen otras vías. No mencionaré las sustancias alucinógenas para no desbordar esta columna. Pero la práctica de la relajación, la meditación, parar el diálogo interior o ciertos tipos de gimnasia manejan la corporalidad de modo que puedan producir en el sistema nervioso central estados mentales especiales, alejados del ruido y las afugias de la supervivencia cotidiana. ¿Es eso espiritualidad? ¿una terapia? ¿un escapismo? ¿simple moda? Este tipo de prácticas es perfectamente compatible con el naturalismo propio de la cosmovisión científica. Y he conocido a uno que otro ateo que ejercita tales disciplinas.

Sin embargo, en nuestro mundo capitalista todo se monetiza. Vemos por doquier imperios espirituales que se erigen como castillos de oro en un mar de riqueza muy material. Esos gurúes no meditan, ellos facturan. Detrás del oxímoron está la estafa. Un discurso “espiritual” que se convierte en mercancía se contradice a sí mismo. Se banaliza, como sucedió con las modas de la “Nueva Era”. Creo que todos estamos de acuerdo -seamos creyentes o no- en que la espiritualidad, sea lo que sea que signifique, es algo que reside en las antípodas de lo monetario, ajeno por completo al interés económico.

Finalizo con una preocupación por el retroceso de la educación laica en Colombia, un país donde buena parte de las instituciones educativas son religiosas y una oleada evangélica norteamericana se ha tomado al magisterio en las últimas décadas. En el sistema educativo se ha extendido el discurso de la “formación espiritual” y se habla de “dimensión espiritual” de modo acrítico, como si fuese científicamente válido. Sospecho que es una estrategia para disfrazar el adoctrinamiento religioso, tema para discutir en futura columna.

@jsenior2020

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