Karen Abudinen: ethos mafioso y confusión moral colectiva

Por GERMÁN AYALA OSORIO

Parece haber consenso en que la corrupción pública y privada es el mayor problema del país. Sin embargo, el rechazo generalizado de esas prácticas -asociadas a la entronización de un ethos mafioso- parece provenir solo de unos muy particulares sectores de la sociedad y no del grueso de esta.

Con el reciente escándalo por un contrato del Mintic en el que se giraron sin ningún control 70 mil millones de pesos, la sociedad civil poco o nada se ha pronunciado. Qué bueno sería escuchar a los presidentes de la Andi, Asocaña, Fenalco o la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), fustigar con vehemencia al presidente de la República, a los partidos políticos y por supuesto, a la ministra Abudinen por tan olímpico desfalco, no solo en este caso sino en otros como Odebrecht o Reficar y unos años antes lo de Agro Ingreso Seguro y Carimagua. 

El silencio de los gremios termina avalando la ya desbordada corrupción, por lo que luce como tarea imposible erradicar el ethos mafioso que la produce. La misma academia estaría obligada a repudiar públicamente tanta corrupción administrativa, pero no, se guarda silencio porque nadie quiere pelear de frente con papá Gobierno. En la misma dirección parece actuar la Iglesia Católica, y ni para qué nombrar a las iglesias evangélicas, en particular aquellas que viven y superviven y se mantienen de la política electoral.

Las figuras más representativas de la sociedad civil colombiana parecen desconocer qué es eso de la corresponsabilidad social y política frente al manejo de los recursos públicos. Ese mutismo cómplice se explica por la puerta giratoria que de tiempo atrás funciona entre la dirigencia gremial y los gobiernos, que nkles permite en forma reiterada a presidentes de esas entidades terminar ocupando carteras ministeriales o llegando al Congreso para legislar a favor de sus propios intereses.

Más allá de las acciones tardías del ministerio de las Tic comprometido, al declarar la caducidad del contrato, en lo que debemos pensar es en el tipo de ética pública que animan y consolidan los principales actores de la sociedad civil al guardar silencio frente a la corrupción. A los gremios económicos les cabe responsabilidad en tanto que de sus empresas afiliadas salen recursos millonarios con los que patrocinan campañas políticas. Por ello, se esperaría un mínimo de coherencia en quienes deberían ser el faro moral y ético de una sociedad que, como la colombiana, deviene confundida moralmente porque naturalizó el ethos mafioso que desde 2002 se volvió paisaje en Colombia.

En el caso que tiene en el ojo del huracán a la ministra Karen Abudinen se advierten actos y actitudes negligentes de parte de la funcionaria y de quienes en su equipo tenían la responsabilidad de revisar la documentación entregada por la UT Centros Poblados. La negligencia constituye un acto de corrupción, puesto que las actitudes omisivas de equipos técnicos y de quienes están a su cargo se dan porque previamente hay una llamada de un político o de la dirigencia de un partido para favorecer a quienes buscan quedarse con los contratos. Ojalá que las pesquisas de la periodista bPaola Herrera permitan establecer quién dio la orden para que los funcionarios del Mintic omitieran cumplir con sus funciones. Por supuesto que esa labor debería de ser asumida por los entes de control, pero todos sabemos que la dupla Uribe-Duque los cooptó y debilitó en sus funciones.

El espaldarazo que Iván Duque le dio a la ministra se explica porque poco o nada tuvo que ver el jefe del Estado con la llegada de Abudinen a esa cartera, puesto que ello depende exclusivamente del clan Char, en asocio con Germán Vargas Lleras y su empresa electoral, Cambio Radical.

Luchar contra la corrupción pública y privada en Colombia no deja de ser una quimera y una raída bandera electoral, pues el ethos mafioso se naturalizó de tal manera que solo una revolución cultural podría arrancar al país de la profunda confusión moral en que se encuentra.

@germanayalaosor

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