INFORME ESPECIAL: Magnicidio de Gaitán, los nuevos testigos

Por ÓSCAR BUSTOS B.*

Este 9 de abril se cumplieron 75 años del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, el hecho que más consecuencias ha tenido en la vida de Colombia, nuestro hueco negro en el que seguimos dando vueltas a la deriva, junto al cadáver de Juan Roa Sierra, el único autor material, pero nada sabemos a ciencia cierta de sus cómplices, ni de los autores intelectuales, es decir, de quién o quiénes lo mandaron asesinar.

Al respecto, recordemos que Gabriel García Márquez culmina su libro Vivir para contarla con el dato según el cual, aquel 9 de abril, cuando él tenía 21 años, vio con sus propios ojos a un cómplice de Juan Roa Sierra, vestido elegantemente, en el preciso momento que se subía a un automóvil para huir del lugar de los hechos. Otros testigos del crimen también vieron a un segundo hombre. Así lo afirma en el expediente el ascensorista del edificio Agustín Nieto, Pablo E.  López. Este edificio era el lugar donde Gaitán tenía su oficina y frente al cual fue baleado, pasada la 1 de la tarde, en la Séptima entre calles 13 y 14, el mismo donde hoy se ven varias placas conmemorativas y ramos de flores, puestos allí como homenaje al líder asesinado. Así fue el testimonio que entregó Pablo E. López a las autoridades, según la transcripción publicada en el libro El Bogotazo Memorias del olvido, de Arturo Alape: “En mi oficio, servicio que hago todos los días de 12 a 5 de la tarde y de 7 a 8 de la noche, vine observando a un individuo alto, moreno, pálido, de ojos más bien castaños, brotados, más que hundidos, de una mirada inquieta, nariz aguileña, de unos 28 años de edad, que al caminar hacía muchos ademanes con la mano derecha; vestido con un traje color gris o al menos de ese tono, con sombrero en la mano, llevando una gabardina en el brazo izquierdo; la gabardina era de color habano claro. Desde mediados de marzo de este año, fueron unas dieciocho o veinte veces que subió unas veces por el ascensor, las menos, y otras por la escalera. (…) El 9 de abril después de las 12 y media, él subió por las escaleras y bajó por el ascensor, procedente del cuarto piso, faltando un cuarto para la una, aproximadamente. Al bajar se encontró con otro que estaba en el zaguán del edificio, fumando un cigarrillo que manejaba con la mano izquierda, mientras que la otra la tenía en el bolsillo correspondiente del pantalón. Este individuo, el que bajó por el ascensor, se unió al que estaba abajo, a quien había estado yo viendo en ese sitio desde que entré a prestar mis servicios de ascensorista, y salió con él. No lo vi más en ese momento, porque yo tuve que conducir al tercer piso a la encargada del aseo. Pero cuando nuevamente bajé, volví a ver al que antes fumaba cigarrillo en el zaguán del edificio”. Luego dice que “como a la 1 de la tarde bajó el doctor Gaitán con otros señores, utilizando el ascensor. Yo salí de la cabina del edificio hasta la puerta del mismo, sin trasponer el quicio, y allí me despedí del doctor Gaitán. Ya no vi al sujeto que estaba minutos antes y con quien salió el individuo flaco, a que me referí al principio. En esos momentos sentí cuatro detonaciones…”. López dice que “a nadie le participé yo mis temores, exceptuando a la señora Cecilia de González, con quien sí hablé de eso, coincidiendo con ella en esas apreciaciones”.

Otro testigo fue Daniel Salomón Pérez, quien también rindió testimonio a las autoridades, bajo la gravedad del juramento, el que otra vez transcribe Alape. Él dijo: “Ese 9 de abril entré al Café Gato Negro, como a la 1 y cinco minutos de la tarde, con el fin de tomarme un tinto. Cuando salía del café, entraba un señor, regular de cuerpo, de vestido gris, supremamente nervioso; entraba con otro señor, que no recuerdo su cara. El primero era tan nervioso que me causó curiosidad”. En su relato agrega que éste fue quien disparó contra Gaitán, pero no volvió a referirse al otro.

Un tercer testigo, Jorge Antonio Jiménez Higuera, que además era periodista, vio también a un segundo cómplice: “A eso de la una y siete minutos, acababa de mirar el reloj, salía el doctor Jorge Eliécer Gaitán. En ese espacio de tiempo salió también el señor Gaitán Pardo (quien era gerente del periódico gaitanista Jornada), y pude observar a dos individuos en la puerta del edificio Agustín Nieto, abajo del quicio, a cada uno de los lados del portón. El individuo que estaba al costado sur de la calle 14, le hizo una mención con la cabeza al que estaba en el costado norte o derecho, como indicando la salida del doctor Gaitán. En este momento, uno de los individuos se hizo hacia afuera del muro, como en vía de darle la acera al doctor Gaitán, colocándose hacia la calle, pero siempre en el andén. Allí le hizo los dos primeros disparos”. Luego agregó, citado por Arturo Alape en El Bogotazo Memorias del olvido: “El asesino tenía o vestía un traje gris y habano, sombrero carmelito claro, un tipo joven, bajo de estatura más bien; ligeramente trigueño pálido. El otro sujeto era un poco más alto y más delgado que el asesino, de mayor edad que el asesino, de un vestido carmelito claro, podría reconocerlo; este señor estaba más preocupado en observar la parte de adentro del edificio, y fue el que le hizo la seña al asesino”.    

En la bibliografía consultada por Alape está el libro Yo sí vi huir al verdadero asesino de Jorge Eliécer Gaitán, publicado por otro testigo del crimen, Julio Enrique Santos Forero. Todo indica que en su libro, Santos Forero trabaja la tesis de que fueron dos los asesinos de Gaitán. Alape transcribe el testimonio: “Pero como yo estaba junto al cuerpo del doctor Gaitán, fui a ayudarlo a recoger y al efecto me agaché para hacerlo, cuando por mi lado izquierdo fui empujado bruscamente por un individuo macizo, alto, que se me atravesó y casi se pone en cuclillas y quien portaba una máquina de retratar y al efecto retrató al doctor Gaitán en el suelo, en el sitio preciso donde él había caído. Este individuo se enderezó como para arreglar la máquina nuevamente y yo le toqué las espaldas y el hombro y le dije: El muerto no importa, al muerto no, retrate a ese miserable, al asesino. Porque mientras el automóvil había llegado al sitio de los hechos y se reunía la gente para levantar el cadáver, por el lado derecho mío, yo ya daba frente hacia el sur, los agentes se habían acercado al grupo y yo veía que uno de ellos tenía sujeto con su mano derecha la mano izquierda del individuo de vestido carmelito de rayas blancas que yo había visto hacer el cuarto disparo contra el grupo de personas. Este individuo estaba con actitud de decisión, mirando a todos los lados con unos ojos exaltados y de fiereza, intensamente pálido, siendo un moreno aceitunado que tenía sombrero negro puesto, y cuando yo lo dije y lo señalaba al fotógrafo para que lo retratara, por mi espalda surgió un individuo de overol que atacó al hombre que tenía el policía”. En otro momento de su narración, Santos Forero vuelve a mirar hacia el tumulto y descubre que están golpeando a otro individuo, mientras el que él vio que hizo el cuarto disparo había escapado. “Mi atención estaba fija en el tumulto que se había formado de atacantes contra el que había señalado, que era el asesino, y por entre ese grupo vi que golpeaban a un individuo de saco gris y exclamé, dirigiéndome a mis amigos: Ése no es, éste es otro”. 

Un quinto testigo, Pascual del Vecchio, amigo de Gaitán, destaca en su testimonio que en la droguería Nueva Granada, donde los policías trataron de proteger al hombre que habían aprehendido y que era señalado de ser el asesino de Gaitán, irrumpieron dos hombres: “Dos sujetos extraños, dentro de la droguería, alzaron una zorra que se encontraba dentro de la droguería y con ella le golpearon la cabeza. Para mí y en razón de la violencia del golpe, el asesino fue eliminado”. Luego agrega: “En esos momentos pasó el entonces gobernador de Cundinamarca, Antonio Izquierdo Toledo, y me llamó para decirme: Pascual, no seas loco. Mira que te pueden asesinar. Esos son agentes del complot”.

Así que más de cuatro testigos vieron en el lugar de los hechos a un cómplice del asesino. No lo vieron así los investigadores de la Scotland Yard, llamada entonces la mejor policía del mundo, cuando se ocuparon del caso, invitados por el gobierno conservador de entonces, y concluyeron que el único asesino que actuó sin cómplices fue Juan Roa Sierra. Éste era un hombre de 26 años, de orígenes humildes, que había nacido en Bogotá el 4 de noviembre de 1921 y no tenía profesión definida. Era mantenido por su madre, doña Encarnación, y tenía cinco hermanos mayores: Rafael, comerciante en ganado menor; Eduardo, que era taxista; Luis, chofer de la embajada alemana, Vicente, también taxista, y Gabriel, quien estaba recluido en la clínica psiquiátrica de Sibaté por sufrir trastornos mentales. Otros dos hermanos y seis hermanas murieron siendo muy jóvenes. Su padre trabajó tallando piedra en una cantera y murió de una enfermedad de los bronquios, después de haber ayudado a construir los palacios de Justicia, San Francisco y el del Capitolio, en Bogotá.

“Plinio Mendoza Neira fue el testigo más cercano del crimen, pues iba al lado de Gaitán en el momento que Roa Sierra disparó y fue a él al que le correspondió el cuarto proyectil”.

UN TESTIGO VIVO EN 2011

Hace exactamente doce años, al cumplirse 63 del magnicidio de Gaitán, quise hacer una crónica sobre el tema en el programa DC Cuenta, Documental Crónica, que yo dirigía en Canal Capital, el canal público de los bogotanos. Para el efecto leí la sentencia del Tribunal Superior de Bogotá, que llega a las mismas conclusiones que la Scotland Yard; releí también la crónica del cinematografista Lisandro Duque Naranjo, Todo lo del pobre es robado, publicada en el libro El saqueo de una ilusión, al tiempo que repasé los fragmentos relativos a Roa en el gran libro de Arturo Alape, que ya he referido. Entonces le pedí a la periodista Gloria Angélica Sánchez que fuera con cámara a la casa de la calle 8ª No. 30-73, del barrio Ricaurte, donde dice el expediente que vivía Juan Roa Sierra, y tratara de hablar con sus actuales habitantes y sus vecinos. No sé por qué, tenía la sospecha de encontrar algo nuevo.

Gloria Angélica lo hizo y habló con el señor Luis Sánchez, de unos 80 años, vecino de Juan Roa, quien resultó que había sido su amigo y además conoció detalles de la compra del arma con la que fue asesinado Gaitán. Me pareció todo un hallazgo periodístico que 63 años después del magnicidio, todavía hubiera un testigo vivo de los hechos, y más, que quisiera decir algo de lo que vio. Pero más me impresionó lo siguiente: la periodista me contó que el señor Sánchez estaba dispuesto a dar la entrevista a sus anchas, en la sala de su casa y ya estaba alambrado, es decir, con el micrófono puesto en la camisa, a la altura del pecho, cuando irrumpió una mujer, quien dijo ser una hija de Sánchez y en tonos altos le pidió a su papá que no dijera una palabra, pues su vida podría correr peligro. Así, sacó al equipo periodístico de esa casa, expresando miedo por lo que pudiera comprometer a su padre, por lo que éste dijera sobre el asesinato de Gaitán o sobre su vecino, Juan Roa. Ante esta nueva situación, Gloria Angélica tuvo que rogarle al señor Sánchez que le dijera algo, así fuera en la calle. En esas condiciones se dio la entrevista, de la cual extraigo los siguientes fragmentos. El señor Sánchez comienza hablando de Juan Roa Sierra: “Éramos amigos, pero ése era ya mayorcito. Ya estaba de 20…18…20 años tendría él”. (Todo nuestro reportaje está en este enlace)

Aunque para don Luis, Juan Roa Sierra era un joven como cualquier otro, lo cierto era que éste se caracterizaba por tener una personalidad extraña, creía en la quiromancia y visitaba con frecuencia al alemán Juan Umland, con el que se hacía leer las líneas de las manos. Además, creía en guacas y mohanes y estaba obsesionado con ser la reencarnación del general Francisco de Paula Santander. No obstante, don Luis recordó: “Él en sus comentarios decía que de pronto iba a ser millonario, que él iba a tener plata, que no sé qué. Bueno, sueños de muchacho”. Don Luis conoció a la familia de Juan Roa Sierra en su juventud, allí en el barrio Ricaurte. Cuando ocurrió el magnicidio don Luis tenía 19 años y Juan 26. Respecto del magnicidio, don Luis dijo: “Eso fue una sorpresa. No sabíamos que Juan Roa iba a hacer eso. Nadie sabía”.

Según la investigación de Arturo Alape, y de acuerdo con el expediente, el miércoles anterior al asesinato, Juan Roa Sierra compró un revólver a dos sujetos que le cobraron 75 pesos. Juan, que en muchas ocasiones vivía de lo que la señora Encarnación le regalaba, no dudó en pagarlo con un billete de 50, dos de 10 y uno de 5 pesos, y hasta les ofreció cervezas a quienes se lo vendieron. Muchos todavía se preguntan de dónde sacó ese dinero tan fácilmente. El revólver era de tan mala calidad que el policía que lo entregó al juzgado dijo: “El gatillo estaba vencido y podía romperse al disparar, el tambor le bailaba, una cápsula le entraba forzada y los cascarones salían con esfuerzo. Una porquería”.

Más de seis décadas después, don Luis recordó que fue testigo del momento en que Juan Roa Sierra adquirió el arma: “Me acuerdo que era una especie de… Uno pensaba que estaba negociando alguna vaina que no servía pa’ nada. Uno veía el pedacito ése… Se veía que era una pistola vieja o algo, un arma ahí, que yo poco la vi. Tan novato sería que yo le dije: ¿Pero eso sí es de verdad, eso mata?”. Luego estalló en risas, de una manera especial, como poniendo en duda su propia pregunta.

El arma con la que Juan Roa cometió el magnicidio está exhibida en un cofre de vidrio en el Museo Gaitán de la calle 45, en Bogotá. Es un revólver 32 Corto, Smith & Wesson (en realidad la marca era Canario, pero ésta fue sustituida por S & W), con el que según la sentencia de 1978, Juan Roa Sierra disparó en tres oportunidades a Jorge Eliécer Gaitán.

Antes del asesinato Roa Sierra llevaba varios meses desempleado, se había separado de su mujer, María de Jesús Forero, con la que tenía una hija llamada Magdalena, y su situación económica lo había llevado a visitar a Gaitán en busca de trabajo. La respuesta de Gaitán no fue positiva, pero el mismo jefe liberal le insinuó que le escribiera una carta al entonces presidente, Mariano Ospina Pérez. Así lo hizo, manifestando en ella su intención de serle útil “a mi patria, a mi familia y a la sociedad en general”. Aunque la escribió el mismo Roa, un escribiente callejero se la ayudó a pasar a máquina. El presidente le respondió a través de su secretario que lamentaba positivamente no poder atenderlo, pero “le insinúa exponer por escrito el asunto que le interesa para estudiarlo y si es posible resolverlo favorablemente”.

Cuatro días antes de cometer el asesinato, el domingo de Ramos, María de Jesús Forero le pidió a Juan Roa que le ayudara con los gastos de Semana Santa, pues hacía varios días que no le daba un centavo para la niña, la que entonces tenía tres años de edad. Entonces Juan le respondió: “Vea Marujita, no se afane, tenga paciencia por esta semana, que la otra tengo plata de sobra para pagarle toda la crianza de la niña”. Ella dijo en el expediente que le tiró el portón por la cara porque le dio rabia. Pero el mismo viernes 9 de abril, antes de irse a matar a Gaitán, a las 9 de la mañana Juan le dejó con una inquilina cuatro pesos y también los recibos atrasados del servicio del agua que había pagado.

Después de haber sido un gaitanista furibundo, un mes antes del asesinato un Juan sonriente le dijo a uno de los dos hermanos Rincón que le vendieron el revólver: “El doctor Gaitán ha desempeñado el papel de los propagandistas de drogas, que van a los pueblos con culebras a engañar a la gente”. Y al despedirse esa noche con el cuento de que el revólver lo necesitaba porque se iba para los Llanos orientales con unos exploradores extranjeros, les soltó tranquilo la siguiente frase: “Si los indios no me matan y las fieras no me comen, nos volveremos a ver”.  

El 8 de abril, apenas el día anterior al crimen, Juan negoció por seis pesos diez proyectiles, cuatro de los cuales acabarían con la vida de Gaitán. Según el hombre que lo acompañó a hacer el negocio, “en el Café no tomamos nada y para pagar el precio de los proyectiles Roa sacó de la cartera, como queriendo ocultar la cantidad de dinero que tenía, haciéndose de para atrás, sacó un billete de diez. Alcancé en esos momentos a verle, creo yo, otro billete, tal vez tres”. Creo que queda claro, digo yo, que alguien lo estaba financiando. ¿Quién o quiénes eran? Tal vez éste ha sido el secreto mejor guardado de la historia de Colombia.

Gloria Angélica también entrevistó a Carlos Rico, quien en 2011 era arrendatario de la casa donde vivió la familia Roa Sierra. Él recordó que siempre se ha dicho en el sector que ésa fue la casa del magnicida. “Yo sé que era gente pobre, gente humilde, gente del común”, dijo. Sin embargo, Rico no pudo confirmar que la casa en el barrio Ricaurte, luego de conocerse la noticia del magnicidio, fuera tomada por asalto e incendiada por desconocidos, como medida de represión contra la familia Roa Sierra.

Según la memoria del antiguo amigo y vecino de Juan Roa Sierra, don Luis Sánchez, entrevistado por los días de marzo de 2011, “eso duró más de quince años el Ejército en esa casa. Eso… Ospina Pérez… nunca se supo a qué horas se llevó a los hermanos, a la familia. Otros decían que en helicóptero había venido Ospina Pérez pa’ llevarse a Juan Roa”. Y Carlos Rico, el arrendatario, agregó: “Lo que se sabe es que algunos se fueron para Venezuela después de los problemas que tuvieron. Una hermana y un hermano estuvieron en asilo, pero como eso hace tanto tiempo, entonces se perdió la pista”. No hay tal hermana de Juan Roa que hubiera estado en un asilo, pero la memoria popular es capaz de crear personajes y situaciones fantasiosos y de ponerlos luego en boca de un inquilino.

De la familia Roa no se supo nada más. Algunos dicen que se cambiaron el apellido. ¿Pero era fácil hacerlo en aquella época? Para Carlos Ariel Sánchez, que era el Registrador Nacional en 2011 y a quien también entrevistamos, “yo creo que era mucho más fácil que hoy, porque recordemos que el documento de identidad se cambió todo del año 52 en adelante, que la cédula No. 1 fue la del presidente de esa época, Laureano Gómez”.

Cuando Carlos Ariel Sánchez fue docente de derecho en la Universidad del Rosario, se interesó en la sentencia del Tribunal de Bogotá que en 1978 encontró a Juan Roa Sierra como el único autor material del magnicidio, descartando la participación de cómplices intelectuales. Sobre esto manifestó: “Bueno, diría uno que técnicamente el caso quedó cerrado en 1978. Lo que pasa es que leyendo el fallo se da uno cuenta que hay cosas en las que no se puede avanzar más adelante. Si hay documentos en el Departamento de Estado, en esa época no había WikiLeaks, y entonces no han sido todavía dados a conocer. Yo creo que si estuviera eso hoy, todos los WikiLeaks hubieran sacado qué era lo que había pasado en esa época”.

HABLAN UN MUERTO Y OTRO CASI MUERTO

Hay otro testigo que habló después de muerto, y lo hizo a través de su hijo. Me refiero a Plinio Mendoza Neira, importante político liberal, considerado el testigo más cercano del crimen que segó la vida de Gaitán, pues iba a su lado en el momento que Roa Sierra disparó y fue a él al que le correspondió el cuarto proyectil, que de milagro no lo mató, pero la bala perforó su sombrero y se clavó en la pared del edificio. Es su hijo, el periodista y editorialista de El Tiempo, Plinio Apuleyo Mendoza, quien relata el 9 de abril de 2013 en las páginas de ese diario que su padre, aquel 9 de abril, vio a un hombre “corpulento, con sombrero y abrigo negros”, quien desarmó tranquilamente al asesino y luego lo entregó a los dos policías que se hicieron presentes en el lugar de los hechos.  Plinio Apuleyo agrega que, según su padre, “Roa parecía obedecerle con docilidad” y que “aquel enigmático personaje dejó a mi padre muy sorprendido. No sabía si en su acción había un frío coraje o más bien complicidad con el asesino. Le extrañó mucho que no se diera a conocer en la prensa como el hombre que lo había desarmado”. Luego aporta lo siguiente: “El misterio del hombre que logró desarmar a Roa con suma tranquilidad lo despejaría mi padre pocos meses después”. Y nos cuenta cómo en otra manifestación que ocurrió en los días posteriores al Bogotazo, había un hombre azuzando a los manifestantes contra los dirigentes liberales, el que fue descubierto por José Francisco Chaux, miembro de la dirección liberal, quien desde un balcón le gritó a la multitud: ¡No se dejen engañar! El hombre que está allí abajo, azuzándolos contra nosotros, es un detective cuya placa de identificación aquí tengo. Se llama Pablo Emilio Potes y ha organizado a los pájaros del Valle. Diciendo esto, señalaba a un hombre grande y corpulento con sombrero y traje oscuro que al oírlo intentaba escabullirse. Mi padre lo reconoció de inmediato. Era el mismo personaje que había desarmado a Roa Sierra”.

Pero ahí no termina la historia. Plinio Apuleyo sigue: “A partir de aquel momento, y hasta el final de su vida, mi padre siempre tuvo la convicción de que Gaitán había sido asesinado con la complicidad de aquel Potes y de otros miembros del bajo mundo del detectivismo de la época que buscaban, valiéndose de pájaros y chulavitas, impedir el triunfo de los liberales”.

Tampoco aquí para la avalancha de nuevas informaciones que nos ofreció en esa nota Plinio Apuleyo. Este es el cierre: “Revisando en días pasados viejos mensajes electrónicos no abiertos, encontré uno que me estremeció. En un texto titulado ¿Quién mató a Gaitán?, escrito por el coronel Luis Arturo Mera Castro, se mencionaba por primera vez a Potes, el famoso Pablo Emilio Potes, el mismo personaje tantas veces citado por mi padre. En dicho artículo, el coronel Mera revelaba que el tío de un amigo suyo había sido llamado de urgencia por Potes quien, moribundo, abandonado en una pocilga de la calle 63 de Bogotá, había sentido la necesidad de hacerle una extraña confesión. Textualmente le había dicho: Por el aprecio que le tengo y para descanso de mi alma lo mandé llamar. Yo estoy pudriéndome en vida y estoy pagando mi pecado por el mal tan grande que le hice al país: Yo maté a Gaitán”.    

Plinio Apuleyo remata su texto afirmando que siempre guardó esa explicación como una confidencia familiar. Lo cierto es que es una hipótesis más, que ni su padre, quien murió en 1964, ni él mismo revelaron oportunamente a las autoridades. Pude acceder en Internet al relato original del coronel Luis Arturo Mera Castro sobre el magnicidio de Gaitán entrando a este enlace, y encontré allí que Plinio Apuleyo mutiló gran parte de la historia, especialmente la que cuenta un tal Celio Quintero Agudo. Éste, “quien residía en el barrio Eduardo Santos”, cuenta varias historias a su sobrino, José García (nombre ficticio). En una de ellas  presenta a Juan Roa Sierra como un empleado suyo, a quien describe como un “joven, de buena presencia y buen comportamiento, que vestía más de oficinista que de obrero (…), a decir verdad era un joven tranquilo, de buen genio, a quien nunca se le oyó decir o hacer nada que pudiera haber causado prevención”, y quien al ir por un mandado a una ferretería del centro se encontró “con el estruendo del estallido de unos tiros que le pasaron muy cerca de donde se encontraba, entró en pánico y corrió hacia la droguería Granada a guarecerse; un lustrabotas gritó, secundado seguramente por los terroristas que planearon el asesinato, que quien había disparado había corrido a esconderse en la droguería, de donde lo sacaron y fue linchado sin fórmula de juicio, como el país lo sabe”.

No sabemos por qué razón Plinio Apuleyo, al publicar su columna en El Tiempo, se salta olímpicamente esta historia y sólo da credibilidad a la siguiente, que sigue contando el tío a su sobrino, según la cual un compadre suyo, “que trabajaba en la circulación”, Pablo Emilio Potes lo mandó llamar, moribundo, y le contó que había sido él quien asesinó a Gaitán. Plinio Apuleyo se saltó la historia del Roa Sierra, bueno, porque no podía creerla, ya que él mismo cuando tenía 16 años estuvo en el lugar de los hechos, al lado de su padre, Plinio Mendoza Neira, y tal vez pudo ver al asesino y vivir las circunstancias en que Roa fue retenido por los policías, que fueron muy distintas a las que narra el coronel Mera Castro en boca del tal tío del ficticio José García. Es muy difícil de creer que una misma persona, el tal tío Celio, haya conocido en períodos distintos de su vida a dos personajes señalados de haber cometido el magnicidio de Gaitán, al bueno Juan Roa Sierra y al detective Potes. Plinio Apuleyo también se salta otro dato que incluye el coronel Mera, que, de resultar creíble, esta versión podría ser de interés público. Es el siguiente, que describe a Potes: “Su vida había pasado de motociclista oficial a guardaespaldas y por último se matriculó en el hampa, incluyendo asaltos a bancos. Este personaje se volvió millonario de un día para otro; pasado el 9 de abril compró carros y casi una manzana de casas en la calle 64 y 63A con carrera 16”.

¿Por qué razón si alguien me cuenta un asunto que es una rotunda mentira, debo creerle una segunda historia? ¿Por qué razón no se indagaron circunstancias de tiempo y de lugar de la historia de Potes? Son preguntas para Plinio Apuleyo, quien todavía puede responderlas.

Hay que precisar que en su libro sobre el Bogotazo, Arturo Alape incluye a un personaje que tiene el nombre de Luis Pablo Potes como “uno de los presuntos incriminados en el asesinato”, y aporta un breve testimonio de él que en realidad nada tiene que ver con su posible implicación en el magnicidio.  

Sea la oportunidad de hacer un homenaje, en estos días de abril 2023, a Carlos Arturo Ruiz, más conocido como Arturo Alape, el investigador y autodidacta caleño que nos dejó en octubre de 2006 pero que nos legó una de las obras literarias e historiográficas más importantes del siglo XX en Colombia. Su libro El Bogotazo – Memorias del olvido es sencillamente magistral, pues no solo es la más rigurosa investigación sobre los hechos del 9 de abril de 1948, sino que se puede leer como una novela y al tiempo como un libro de no ficción, como acertadamente lo resaltó el escritor Pedro Gómez Valderrama en el prólogo. Alape hizo cerca de 300 entrevistas, de una a diez horas de duración cada una, con sobrevivientes del Bogotazo; revisó minuciosamente 50 años de periódicos de la época, leyó cerca de 80 libros sobre los acontecimientos nueveabrileños y repasó los 10 mil folios del expediente de Gaitán. Duró siete años investigando y escribiendo su libro, al que dotó de un ritmo frenético.

Yo digo que El Bogotazo Memorias del olvido es nuestro A sangre fría, de Truman Capote, por el rigor periodístico con que ambos libros fueron escritos y por el encantamiento que subyuga a sus lectores. Éste, sumado a su singularísimo libro de cuentos Las muertes de Tirofijo, y los dos volúmenes de la biografía de Manuel Marulanda Vélez, le valieron dos exilios que fueron minando su salud, pero no su capacidad creadora. Que sus hijos, Arturo y Paloma, hayan entregado a la Biblioteca Nacional de Colombia sus más de 22 mil archivos documentales, es prueba de su rigor y responsabilidad como escritor e historiador.

Gracias a Alape y su obra hemos repasado las hipótesis del magnicidio de Gaitán que se contemplan seriamente, pero en la revisión que he hecho en otros textos no dejan de mencionarse algunas con menos rigor, como la expresada por el ya fallecido expresidente Alfonso López Michelsen, quien dijo que Roa Sierra había asesinado a Gaitán por un lío de faldas. Otros acusan directamente a Joseph Stalin del asesinato. Por su parte, algunos personajes, seguramente cercanos a los Roa Sierra y al coronel Mera Castro, manifiestan que fueron otros los que dispararon contra Gaitán y que apresuradamente le pusieron el revólver en la mano a Juan Roa Sierra para que resultara como único culpable, versión con la que más parecen comprometerse novelistas y cinematografistas, quienes no han ahorrado esfuerzos para llevarla a las pantallas.

Pero este tema será asunto de otra historia.

* Óscar Emilio Bustos es un reconocido cronista colombiano, con amplia experiencia en prensa, radio y televisión. En 2015, y luego en 2020, fue director de noticias del Canal Capital, el canal público de Bogotá. Es autor del libro Colombia crónica, y de otros cuatro libros de poesía y narrativa.

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