Hipopótamos invasores, animalismo y ciencia

Por JORGE SENIOR

Por muy buena que sea una causa, el fanatismo siempre la puede dañar.  Por tal razón, el peor enemigo de una buena causa no son sus detractores directos sino sus malos defensores.  Me refiero a aquellos que levantan una justa bandera, pero luego, llevados por el fanatismo, caen en exageraciones, radicalismos, distorsiones y moralismos maniqueos que terminan socavando la credibilidad de lo que se defiende.  El pensamiento fanático lleva al predominio de lo emocional e irracional sobre la razón y el conocimiento bien fundamentado. Convierte al partidario en un dogmático sectario, cerrado a la banda, incapaz de asimilar realidades y evidencias o de reflexionar de modo ecuánime sobre argumentos alternativos.

Ese fenómeno lo hemos visto a lo largo de la historia en diversos movimientos sociales que persiguen causas justas: la igualdad, la justicia social, la equidad de género, que no haya discriminación racial, la defensa del medio ambiente y de los animales no humanos, la aceptabilidad de la diversidad sexual y, en general, la lucha por las libertades individuales y colectivas.

Que el fanatismo de las causas injustas -como lo son todas aquellas que buscan la aniquilación, dominación o primacía de unos sobre otros- sea más peligroso y perjudicial para la humanidad, no nos exime de ser profundamente críticos del fanatismo de las causas justas.  En cierto sentido este último es peor, pues cierra caminos de esperanza y cercena la posibilidad de progreso hacia una mejor sociedad.  Una vez el fanatismo ha hecho su labor destructiva (que el fanático es incapaz de ver), podemos decir al estilo colombiano que “esa opción se quemó”.

El animalismo es uno de esos movimientos más o menos organizados que persigue un objetivo loable, que comparto plenamente como ideal: la salvaguarda de los animales no humanos.  Es un anhelo cada vez más extendido y que va insuflado de sentimientos de empatía, compasión y amor por los seres vivos y sintientes en general, aunque algunas especies tengan más carisma que otras.

El poder actual de la especie humana es tal, que nuestra época geológica amerita llamarse Antropoceno.  Ese poder tiene un doble filo: puede alterar el equilibrio relativo del Sistema Tierra, recalentar la capa externa del planeta, afectar negativamente la biodiversidad, destruir ecosistemas enteros, llevar a una extinción masiva; pero por otro lado, puede tener la capacidad de autocontrol si en las sociedades prima la conciencia basada en el conocimiento científico y se regula y limita la acción humana, lo cual choca contra toda ideología “libertaria” que preconice libertades sin límites.

El animalismo tiene entonces poderosas razones a su favor y no sólo sentimientos románticos.  Para dotarse de pleno sentido en el siglo XXI, el animalismo debe inscribirse en un contexto más amplio: la ecología y, más allá, las ciencias de la Tierra, que estudian a nuestro planeta como un sistema biogeoquímico integral.  Cuando se estudia la realidad natural aprendemos que está muy lejos de la idea romántica de armonía, paz, amor, vida y pura felicidad. La naturaleza es dura, implacable, la vida se alimenta de la muerte, la violencia de unos seres vivos sobre otros es lo que permite la circulación de materia y energía que constituye la vida. Mientras usted lee esta columna, millones de animales están devorando a otros.  No queremos verlo, preferimos olvidarlo, mas es así.  El dolor y el sufrimiento de los animales sintientes es la norma, pero también lo es una asombrosa resiliencia. La compasión -característica humana por excelencia- no existe en la inmensa mayoría de las especies, aunque unas pocas de cerebro complejo parecen poseerla cuando las condiciones se prestan. ¡Y casi nunca se prestan!

Ahora bien, la civilización ya ha trastornado casi por completo la dinámica natural anterior.  En el paleolítico los humanos eran una fracción ínfima de los mamíferos, no digamos ya de los animales en su conjunto. Actualmente los mamíferos salvajes apenas alcanzan la décima parte de la biomasa de la especie humana y las aves aún menos. En contraste, los animales domésticos duplican la biomasa humana. Los mamíferos salvajes, con una gran cantidad de especies tienen una biomasa de 7 megatoneladas de carbono, mientras que los humanos, su ganado y sus mascotas tienen 160 megatoneladas. El perro desciende de una especie de lobo ya extinta, y resulta que ahora hay más tres mil perros por cada lobo salvaje.

El mascotismo es el lado de oscuro del animalismo. La creciente cantidad de mascotas ha generado una industria lucrativa, pero tiene un impacto ecológico negativo por lo que consumen, que ya no son sobras como hace décadas, sino alimentos especiales fabricados. Y la lista de especies convertidas en mascotas se incrementa, fomentando el tráfico de fauna. Tigres y leones salvajes ya son minoría en comparación con los que viven “a todo lujo”, como gatitos en poder de magnates árabes y norteamericanos. Quizás el mayor perjuicio de este fenómeno son las especies invasoras transportadas por humanos de un hábitat a otro donde causan estragos.  Sucedió primero en la época de la expansión colonial y ahora por el mascotismo.

Es el caso de los hipopótamos de Pablo Escobar. Un macho y tres hembras han producido una descendencia de 130 animales, con poca variedad genética, que deambulan en zonas acuáticas del Magdalena medio. Esa especie es la que causa la mayor cantidad de muertes de humanos en África, por encima de los depredadores. No se trata sólo del peligro para los lugareños, es también el impacto negativo en el escosistema, como explica la bióloga Nataly Castelblanco en este hilo.  El Comité Técnico Nacional de Especies Introducidas y/o Transplantadas Invasoras ya dio su concepto, recomendando declararlos especie invasora (una categoría científica que hay que entender sin moralismo). La situación exige medidas radicales impopulares por parte de MinAmbiente, aunque no sería raro que este gobierno le deje ese costo político al próximo. Como era de esperar, ya apareció un polítiquero listo a explotar electoralmente el sentimiento ingenuo y el activismo fanático de quienes asumen el animalismo de puro corazón, sin conocimiento ecológico, ciegos al daño ambiental que producen esos animales.  La mejor solución se encuentra con ciencia y conciencia, nunca con fanatismo obcecado y miope. 

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