Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
En mis años de pintor errabundo he recorrido muchas regiones y ciudades, muchos pueblos. En todos los lugares a donde llego hago bosquejos a lápiz o esbozos, impresiones escritas de sus paisajes, de su gente, sus historias. Algunos con detalle, otros con pinceladas rápidas para tratar de capturar el momento o para escapar de los deslices de la memoria. Tengo docenas de libretas garabateadas que en ocasiones reviso en busca de ideas, de inspiración. Aunque pocos de esos bosquejos terminan convertidos en lienzos, hay notas que aún hoy, después de tanto tiempo, me sacuden por dentro. He aquí el esbozo perturbador de un lugar sin nombre, refundido en la geografía siempre cambiante de nuestro recuerdo.
Endemoniado y bordeando el abismo, el viento como un visitante intempestivo agita el surco arenoso del riachuelo donde una vez se halló una fortuna. Esa es su desgracia. Por razones que nadie conoce, una matanza ocurrió en sus orillas tiñendo de rojo sus aguas y convirtiendo el valle en un cementerio. Los sobrevivientes huyeron espantados y el pueblo se quedó solo. El sitio estuvo abandonado muchos años, pero un impulso indefinible los trajo de nuevo.
Con desenfrenadas ansias, los recién llegados desbarrancaron las orillas del caño y el valle se transformó en un inmenso pantano. El extenso verano trajo consigo una terrible hambruna. Una vez agotadas las provisiones y luego de comerse a los burros en los que llegaron, la piel mulata de sus cuerpos se ha ido adhiriendo a sus huesos. No obstante, el alimento parece ser la menor de sus preocupaciones. Una sopa en las tardes y mascar un cogollo de jobo durante el día suelen ser suficientes. Cuando ven brillar el fondo de la batea aumenta su sed de oro, pero la agonía en el estómago desaparece. Los perros, que no entienden su infructuoso empeño, alargan la mirada al infinito con desasosiego.
Sus casas siguen como las encontraron, parapetadas con palos, periódicos y cartones por donde en las noches la brisa entra a destajo helando sus cuerpos. En cada cocina, sobre el fogón, un hueso enorme luce colgado como un crucifijo. Lo trajeron entre sus corotos, junto a la imagen de San Gregorio Hernández el día del éxodo en que decidieron internarse en lo profundo de este valle hosco para hacerse ricos. Ese día, al verlos partir en busca de aventuras, una jauría de perros callejeros se vino tras ellos y acabaron haciéndose parte de la familia.
Los perros patrullan los callejones vacíos para nada. Durante el día holgazanean a sus anchas como si los mineros fueran sus esclavos y el pueblo fuera de ellos. La mayoría dormita frente a los ranchos, evitando el sol con flojera, soñando con conejos; se rascan las pulgas sin convicción, se huelen el culo entre sí, o recostados a la sombra de un taburete se lamen las pelotas con desparpajo. Por las noches deambulan por ahí cual cancerberos de la oscuridad, sigilosos, acechantes, como orejas con dientes.
El clima es reseco y sofocante, nunca llueve. A consecuencia de sus excavaciones, el caño muere inevitablemente, y el agua que beben es tan gorda y turbia que deben echar trozos de cardón en la tinaja para aclararla.
A medida que pasa el tiempo, la fe en San Gregorio y las ganas de seguir se han ido desvaneciendo, pero se resisten a partir con las manos vacías, ―una racha negativa solo es señal de que algo bueno se acerca―, piensan. No obstante, el oro en el valle parece haberse ido con el espíritu de los antiguos muertos.
Casi siempre hacen el mismo caldo. Desmigajan llantén y cilantro sabanero, que por fortuna crecen silvestres a la orilla del caño; ponen a hervir una olla de agua y para darle sabor zambullen el hueso, que bajan atado a la cuerda como un ahorcado.
Sus hallazgos han sido infructuosos. En busca de comida, los granos de oro lavados y sepultados en trapos anudados bajo sus catres, son desenterrados por los perros y esparcidos de nuevo sobre la arena que el viento rebulle. Ocasionalmente, los perros hambrientos desentierran un esqueleto de la arena y en silencio se dan su festín tras las colinas. Otras veces suben a la hornilla, de un salto atrapan el hueso y corren cuanto pueden con su botín atravesado en la trompa, perseguidos de cerca por la jauría. Toda la noche se les oye pelear y gruñir en lo profundo del valle; al amanecer regresan cojeando, sangrantes, más flacos y hambrientos que antes.
Cuando una muerte se avecina, el viento aúlla erizando el lomo de los perros. En ese valle de desgracias, el difunto es abandonado detrás de las dunas con una leve capa de arena caliente, junto a su codicia. Más tarde los perros le cambian de puesto para enterrarlo de nuevo, como ocultando un hueso. Mucho antes de cantar el pájaro del alba, un abatido eco a trastos viejos persigue a las ánimas de los muertos que flotan sin rumbo entre la ventolera del desierto. Sus angustias mueren con ellos. Las paredes de sus ranchos se agitan como vela de pirata y los techos endebles se sacuden del miedo que importuna el sueño a los mineros. En medio de la oscuridad, el relente plateado de las olas revienta a lo lejos.
Al otro lado está el mar, intratable, turbulento. (F)
@FFscaballero