Entre la inteligencia artificial y la abulia del ambiente escolar

Por RUBÉN DARÍO CÁRDENAS*

Me cuesta pensar la escuela de una manera distinta a la de un escenario mediado por la experiencia y, por ello mismo, no me es posible creer que después de tantos años de habernos librado de la educación tradicional, todavía muchos niños y jóvenes –especialmente en la educación pública- ven marchitar su curiosidad, sus preguntas y creatividad, a causa de espacios escolares en los que siguen siendo simples receptores de lo que los maestros deseen transmitirles. Al tiempo que el mundo se transforma y enriquece por cuenta de nuevas e inusitadas experiencias, muchas aulas de clase continúan ancladas en la inercia de ver, escuchar, y “no hacer”.

Mientras los chicos llevan el mundo en sus dispositivos móviles, muchas escuelas apagan su interés al trocar las aulas en espacios rígidos donde se silencia el eco de las voces y la algarabía de las preguntas tempranas, para convertirlos en lugares que se llenan de contenidos que no conectan con las expectativas y los sueños de los muchachos. Aulas donde el principio de “aprender haciendo” de las pedagogías contemporáneas se queda solo en el papel. 

El tema de la escuela es el mundo, pero el mundo vivo, no petrificado. Es la escuela sintonizada con lo que acontece a su alrededor, convertida en taller de experiencias provocadoras. No la clase callada, sino la clase festiva que celebra la cultura y los saberes. Son las matemáticas, la biología, la química y la física, que resuelven problemas del entorno inmediato, que muestran la pertinencia de los conceptos, las fórmulas y los grandes hallazgos aquilatados a punta de prueba y error. Son los textos de las diversas disciplinas, interrogados y esclarecidos por la lectura analítica. Los relatos de la literatura clásica renovados por interrogantes actuales y por el gozo de la oralidad desplegada en la poética, la representación artística, el cine y el contraste de distintos puntos de vista. Es utopía, siempre quimérica y siempre insatisfecha, que abre ventanas para que entren aires nuevos y expulsen la herrumbre de la conformidad, para alzarse ante las frivolidades edulcoradas y letales que subyugan a los jóvenes en el frenesí de lo superfluo. Falacias que deben ser develadas por la lectura crítica de nuestros estudiantes.

Quizás el mayor desafío para cultivar el aprendizaje y derrotar la abulia que hoy se cierne sobre la escuela, sea la cultura actual, cifrada en el consumo y en la inmediatez del placer. La era digital pareciera anular la curiosidad, la pausa necesaria para permitirse una pregunta cualquiera que derive en un descubrimiento. La escuela ha cedido terreno al efecto adictivo que sienten nuestros jóvenes ante los dispositivos electrónicos. El goce contemporáneo es consumir y desechar. La escuela debería transformarlo en amor por el saber, en el cuidado de aquello que nos construye como personas. Nuestros infantes deben descubrir la alegría de aprender en el vértigo de las preguntas y la diversidad de respuestas.

La escuela extravía su propósito cuando olvida que el mundo, como el conocimiento, es para cada generación, enigmático, reciente y fascinante. Siempre nuevo para cada chico que ingresa a sus aulas. Un buen relato hará que los jóvenes viajen a Troya para ver a Aquiles luchar contra Héctor. Evocarán las hazañas de Alejandro Magno y las desventuras del azteca Moctezuma. Deslumbrante, como la historia, el estudio de la biología y la geografía les brindará el descubrimiento de animales y plantas asombrosas, mares y ríos, culturas milenarias, guerras y mestizajes. Un viaje mediado por la emoción del viajero, la lupa del científico, la pala del antropólogo y todos los instrumentos que la escuela ponga en los morrales, convirtiendo a sus dueños en exploradores, en jóvenes asombrados ante la brújula del saber.

La experiencia, según Jorge Larrosa, “es lo que lo nos pasa, y al pasarnos nos forma y nos transforma”. No hay otra forma de educar ni de educarnos. La importancia de los elementos químicos no está en memorizar la tabla periódica, está en la elaboración de lo cotidiano: pan, medicamentos, embutidos; todo aunado a la reflexión ética ante su uso en alucinógenos y bombas nucleares. En esto insistió hasta el cansancio Estanislao Zuleta con el fin de derrotar un modelo de escuela que solo reproducía esquemas de dominación y poder. Es indignante que, con la Inteligencia Artificial en pleno auge y con tanta información en internet, aún se condene a los estudiantes a la inmovilidad y al aburrimiento.

En mi experiencia como maestro rural he podido verificar las bondades de una escuela que se conecta con la singularidad de cada comunidad. ¿Cómo hablar de ciencias naturales sin rasgar la tierra? ¿Cómo hablar de matemáticas o de química sin mostrar el uso de los cálculos en la elaboración de aceites y perfumes para el beneficio común? Comparto con Jorge Larrosa que sin experiencia no hay aprendizajes. Lo que un maestro transmite es su pasión, su manera de hacer hablar los libros, sus respuestas, siempre convertidas en nuevas preguntas. Ante el panorama de escuelas anquilosadas, recuerdo sus palabras: “Una escuela más experiencial es una escuela más viva, más vital e intenta vitalizar la vida, hacerla la vida más intensa, más interesante, más rica y, por qué no decirlo, más inteligente y más consciente.

Siempre invito a mis colegas a pensar en los maestros que dejaron huella en sus vidas y les pregunto: ¿Cómo quieren ser recordados por sus estudiantes? El maestro mediocre, el que nunca inspiró nada o el maestro apasionado que contagia su alegría en el camino del saber. Por ello no dejaré de repetir esta afilada frase de Hannah Arendt:

“La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo suficiente como para responsabilizarnos de él y así salvarlo de la ruina.”  

En conclusión, la escuela no tiene que inventar nada para atrapar la motivación de sus estudiantes. El instrumento para enfrentar la apatía siempre ha estado en sus manos, pues nada es más asombroso y atractivo para la imaginación que el conocimiento. Basta no despojarlo de sus alas, no fosilizarlo y, sobre todo, no simplificarlo. La vida renace en nuestros estudiantes, ¿por qué apagarla con pedagogías que condenan a la quietud o que promueven la frivolidad?

@ruben_dario1958

* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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