El nuevo orden mundial

Por JORGE SENIOR

Si buscas en Google la frase entrecomillada “nuevo orden mundial”, ¿cuántos resultados crees que salgan?  En español hay alrededor de 4 millones.  Pero si buscas “New World Order”, puedes llegar a los 20 millones.  Sería interesante haber hecho este ejercicio una vez al mes desde enero, pues creo que la cifra se ha disparado y así podríamos corroborarlo.  En todo caso la frase está de moda en las redes sociales, pulula por doquier, casi siempre asociada a un discurso conspirativo simplón, que raya en el delirio de persecución y el victimismo, y se basa en la ignorancia. Su entrada en Wikipedia advierte que “no se debe confundir con la conspiración judeo-masónico-comunista internacional”.  Parece un chiste.

No toda crisis por profunda que sea es capaz de producir un nuevo contexto de poder entre las naciones.

El concepto serio de “nuevo orden mundial” es antiguo en geopolítica y en historia.  Por ejemplo, en 1945 aparece un nuevo orden mundial como resultado de la guerra que involucró a todo el hemisferio norte, generando una correlación bipolar de superpotencias en permanente guerra fría y poco después surge la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  Hay también una nueva dinámica económica, con fuerte rol del estado en inversión y regulación, y un enfoque keynesiano en la política, lo que llevará a un gran crecimiento en la riqueza material y a un tipo de democracia social conocida como estado de bienestar.  Y en el otro polo se consolida un modelo de socialismo de estado en el bloque soviético que, sin embargo, se derrumbaría 45 años después, con lo cual tenemos otra vez un nuevo orden mundial en 1990.  Este tema lo tratamos hace poco en una columna anterior y lo profundizamos en este video.

No toda crisis por profunda que sea es capaz de producir un nuevo contexto de poder entre las naciones y las ideologías.  Hace un siglo tuvo lugar la Gran Guerra Europea que ahora se conoce como “primera guerra mundial” y al final de esos cuatro terribles años se produjo una revolución anticapitalista en el país de mayor tamaño y luego una pandemia de influenza que causó más muertos que la propia guerra.  Sin embargo, no surgió un nuevo orden mundial.  En el marco del Tratado de Versalles se creó la Sociedad de las Naciones que se proponía establecer las bases para la paz duradera a partir de una reorganización de las relaciones internacionales.  Mas no hubo tal.  Por el contrario, hubo más de lo mismo y hasta peor, como lo evidencia el hecho de la crisis económica de 1929 y la siguiente guerra de mayor escala.     

En 2020 enfrentamos una pandemia más global que cualquier otra.  En un contexto totalitario la economía seguiría funcionando así murieran algunos millones de personas.  Que de forma intencional se haya frenado parcialmente la economía, como estrategia de defensa anticontagio, es un indicador de que el valor democrático de la vida se impuso a los intereses de los negocios (aunque fue evidente que gobernantes populistas como Trump, Bolsonaro y Johnson lo hicieron a regañadientes y con deficiencia). ¡Es una victoria democrática! 

La emergencia ha demostrado de manera contundente el desastre social y ambiental que ha generado la hegemonía neoliberal y su fundamentalismo de mercado durante los últimos cuarenta años en gran parte del mundo.  El sector público de la salud fue desmantelado.  El sistema educativo ha fracasado, arrodillado al pensamiento mágico y la fragmentación del saber. El empleo se ha hundido en el pantano de la inestabilidad, precariedad e informalidad debido a la política de “flexibilidad laboral”.  La desigualdad y la miseria se han incrementado.  La investigación científica se ha desfinanciado, debilitando su infraestructura.  El efecto invernadero, la pérdida dramática de biodiversidad y la acidificación de los océanos se han desbocado y amenazan la supervivencia de la civilización.

Es entonces el momento de reclamar masivamente el regreso del estado social remasterizado y la economía mixta, el fortalecimiento de lo público, el despliegue de nuevas y audaces formas de política social incluyente, como la renta básica universal.  Que vuelva Keynes, que venga la vieja socialdemocracia, dirán algunos.  Que resucite el liberalismo social, dirían otros en Colombia.  Sí, hay que aprender las lecciones positivas del pasado, pero hay también nuevas ideas que se pueden conjugar creativamente, nuevas opciones como la propuesta por Thomas Piketty, por ejemplo.  Ese es el nuevo orden mundial que necesitamos, un orden postneoliberal, con raigambre social.  Y en eso es que deberíamos estar pensando.

El Estado de Bienestar ha sido la mejor forma de sociedad jamás construída, probada en la realidad de los hechos durante décadas y debe resurgir repotenciado, actualizado a la altura del siglo XXI, dotado de una política antropocénica para enfrentar el cambio climático.  En Colombia lo llamamos Estado Social de Derecho y lo han venido desmontando desde 1993, cuando de lo que se trata es de profundizarlo.  No hablamos de resistencia, sino de construcción de futuro para todos.  La reivindicación del Estado Social de Derecho, columna vertebral de la Constitución del 91, no será el fruto espontáneo de una crisis pandémica, sino el objetivo de un movimiento multitudinario de los trabajadores, que somos todos los empleados profesionales o no profesionales, los desempleados, los subempleados, los informales y los rebuscadores.  

El nuevo orden que soñamos tendrá que ser necesariamente implacable contra la corrupción.  La clase politiquera se ha apropiado del estado y lo ha podrido de corrupción con un beneficio doble: se enriquecen con la contratocracia y logran desprestigiar lo público para que la gente no crea en ello y vea la privatización como la salvación.  Con cara ganan ellos y con sello también.  Entre el neoliberalismo que debemos sepultar en el pasado y el futuro estado social, se levanta la barrera de la corrupción.  Contra ella lo hemos intentado casi todo, excepto la pena de muerte.  Es hora de considerar esa opción, ¿no les parece?

No es eficiente la deliberación racional sobre un nuevo orden mundial liberador y postneoliberal, como propuesta política progresista, mientras los fanáticos de las llamadas “teorías conspirativas” generen tanto ruido desorientador con su alborotada paranoia de un imaginario “nuevo orden mundial” opresivo, sin fundamento geopolítico ni tecnocientífico alguno.  Estos idiotas útiles, alebrestados por el confinamiento y el auge de las redes sociales, hacen eco a Trump y sus trinos descabellados, con un sancocho contradictorio de insensateces que simplifica a niveles absurdos y ridículos la situación que vivimos.  Según ellos la pandemia es un engaño, totalmente inexistente, o tal vez sí existe, pero es un fenómeno artificial.  En cualquiera de los dos casos es un plan diabólico fabricado por…. ¿el partido comunista chino? ¿Bill Gates? ¿el Club Bilderberg? ¿Putín y Trump cogidos de la mano? ¿la Big Pharma?  ¿los judíos? ¿los Illuminati? ¿los bancos?  Tamaña inconsistencia se resuelve con una mágica frase evasiva: “la élite mundial”, un oscuro colectivo siempre indefinido, pero de alguna forma caracterizado por su perfecta unidad sin fisuras, su solidez a toda prueba, su fantástica cohesión y capacidad maquiavélica infinita.  Con su estéril sofisma de distracción los conspiranoicos son funcionales al sistema.  Por eso, la próxima columna va enfocada al análisis de este fenómeno psicosocial y a tratar de responder esta pregunta: ¿por qué tanta gente de izquierda traga entero teorías conspiranoicas que origina la extrema derecha?

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