Por CARLOS MAURICIO VEGA
A modo de contribución al creciente movimiento ateo internacional, que adora enredarse en discusiones eternas e inútiles con teístas y religiosos, me permito exponer la siguiente teoría conspirativa, extraída de diversas fuentes anónimas.
A las seis de la tarde de aquel viernes de duelo Jesús no murió en la cruz, sino que fue descolgado vivo. Su mujer Magdalena y su cómplice suegra, María, lo llevaron a la cueva proveída por el subversivo José de Arimatea, donde procedieron a bizmar sus heridas y recuperarlo, de manera que pudiera ser trasladado a un lugar más seguro. Eso explica claramente la piedra corrida y la tumba vacía, tres días después. Y las posteriores apariciones, que no fueron sino proclamas políticas de un líder clandestino.
Que la Iglesia Católica haya sobrevivido más de 2.000 años vendiendo el bulo de la resurrección, habla de nuestra necesidad de alimentarnos de mitos. Necesitamos relatos que nos cohesionen como especie y como cultura, y cuando ellos desaparecen, desaparecemos también nosotros. Perdónenme por recurrir al argumento de autoridad, pero eso sostiene Byung Yul Chan en su último libro “Elogio de la inactividad: Vida Contemplativa”, donde invoca el derecho al ocio y denuncia al capitalismo como fuente de todos los males, entre ellos ese tan sobrevalorado vicio del trabajo.
Dice Byung que a medida que desaparecen los relatos fundacionales de la humanidad y cambian los códigos, quedamos paralizados por la inacción porque si bien sabíamos por dónde no coger (capitalismo, contaminación, sociedad normada por el cristianismo), ahora no sabemos para dónde coger como especie (aunque los números indicarían que sí sabemos cómo coger).
Uno de esos relatos en disolución parece ser el mito cristiano, fundamento de toda la expansión occidental desde el tardío imperio romano. Se habla mucho del fracaso del Tercer Reich, que iba a durar mil años, pero nadie habla del Segundo Reich, el de la expansión del catolicismo en Europa, principalmente en lo que hoy se conoce como Alemania, y que duró 800 años.
Pues bien, desaparecido el mito católico o cristiano para una mitad de la humanidad, y consolidado para la otra mitad, en polos aparentemente irreconciliables, aparece la evidencia de lo ingenuo. Dice una de las consejas históricas que recojo aquí sólo como divertimento, que Jesús pasó un tiempo significativo en Pakistán, entre sus 12 y 30 años, siendo preparado por milenarios maestros del Tantra en la difusión de su novedoso mensaje de paz y perdón. Y allá habría regresado, para vivir una larga y fructífera vida como respetado maestro.
¿Por qué no llegó a nosotros el nombre y la obra del maestro oriental y sí la vida, pasión y muerte del taumaturgo de Belén? Me atrevo a especular: porque fue uno entre muchos predicadores visionarios. El mito de Jesús fue construido por los mismos romanos en su transición al monoteísmo. Por eso la iglesia es católica, es decir única, apostólica y romana. La consolidación de semejante poder con base en unos mitos tan deleznables, sólo confirma la teoría de Byung (y del cuestionado filósofo de la derecha Yuval Noah Harari), sobre la necesidad de un universo de ficción para adelantar el relacionamiento y nuestra comunicación productiva como especie.
Los sacerdotes católicos continúan predicando que en el pan y el vino se encuentran el cuerpo y la sangre de Cristo. Mi padre, que era un hombre medianamente culto, decía que su fe era de carbonero, es decir, popular, ingenua y sencilla. Era un hombre autoritario, y como tal sabía que no podía cuestionar la autoridad católica, que si abandonaba la posición del carbonero trabajador y examinaba las bases de su fe, el edificio se le caía. ¿Y qué iba a hacer entonces, frente al vacío de su existencia?
Ese catolicismo de fe ciega construyó la cruz (al lado de la espada), símbolo de una fe impuesta como verdad única a sangre y fuego en todo el planeta. Pero la cruz era el símbolo de la infamia. Los caminos de Roma estaban empedrados de cruces, donde colgaban como recordatorio de su poder imperial los cuerpos de los vencidos que no eran esclavizados o vendidos. Y no eran cruces exactamente, eran maderos en forma de T, donde se amarraba al condenado para que muriera colgado de sus brazos en un proceso agónico extremadamente cruel, que duraba varios días y no excluía la participación de aves rapaces y cuervos. No había quién les diera el piadoso lanzazo que supuestamente recibió Jesús: no habría habido suficientes lanzas.
Esto nos lleva al siguiente punto de la elucubración: tres horas es un tiempo muy breve para esa agonía, a pesar de las noches en blanco, el estrés y los azotes. Lo más probable es que el lanzazo no interesase partes vitales (por eso brotó agua), y que a la hora de nona, aprovechando la oscuridad, las conspiradoras bajaron el cuerpo de su maestro y armadas de óleos y ungüentos procedieron, ahí sí, a resucitarlo.
El ateísmo, como bien dice mi amigo Keshava Liévano, no puede existir sin un dios al cual destruir. No somos más que simples excatólicos o teístas, en estado de abstinencia de nuestra adicción al mito.