Campesinos en Colombia: los marginados, los ignorantes, los sarnosos

Por PUNO ARDILA

«Es que no puedo conectar la cámara porque estoy en una finca –me dijo una estudiante, y en seguida rectificó–; bueno, esto no es propiamente una finca, aunque tiene cultivos y animales». –¿Y por qué, entonces, no es una finca? –le pregunté. «Porque tiene internet –concluyó–».

Esa es la realidad de nuestro país: para que una finca sea finca tiene que ser un predio, de cualquier tamaño, abandonado de la mano del hombre, del gobierno; sin servicios, sin vías, sin posibilidades económicas. Y así también, para que un campesino sea campesino tiene que ser un ignorante. Eso piensa una buena cantidad de colombianos; y es ese pensamiento el que ha mantenido al campo y al campesino en el abandono por los siglos de los siglos.

Los campesinos estuvieron marginados del mundo “civilizado” durante mucho tiempo, por lo que mantuvieron costumbres y tradiciones ancestrales, como el valor de la palabra y el respeto por la propiedad privada, dos elementos culturales que se perdieron en las ciudades desde hace rato.

Un campesino en la ciudad es tan ignorante como un citadino en el campo, que se asquea con la fuente de la leche y se fastidia con el olor a mierda de res. Foto tomada de Semanarural.com

Vivir aislados de la información, y de los medios de comunicación en general, frenaron el proceso de cambio en el uso del idioma, por lo que ha sido usual que los campesinos nos hayan acostumbrado a expresiones como “vusté”, “sumercé”, “en antes”, “en después”, “untualito”, que se convirtieron con el paso del tiempo en usos modernos, pero que a ellos no les llegaron a tiempo, por causa –precisamente– del aislamiento social. Se asocia, entonces, de manera incorrecta el anacronismo del campesino con la ignorancia, y no se le da el beneficio del aislamiento social. Incluso, por el mero hecho de que un campesino se tope con un citadino ignorante, este cree que aquel es también ignorante solo por ser campesino, y cree que “mero” y “topar” son usos incorrectos o arcaísmos.

Claro, un campesino en la ciudad es ignorante: no sabe cómo se activa un ascensor, ni cuándo se cruza la calle, ni donde queda el Capitolio, ni el Palacio, ni Cremas, ni nada. Un campesino en la ciudad es tan ignorante como un citadino en el campo, que se espanta con las gallinas vestidas (como dijo Gabo), se asquea con la fuente de la leche y se fastidia con el olor a mierda de res. El citadino arranca todas las mandarinas por la mañana, y deja pudrir toda la cosecha y seca el árbol; no sabe cuándo se siembra la yuca ni cuándo están de coger los zapotes. El campesino y el citadino, si cambian de elemento, son unos ignorantes completos; pero la equivocación y el irrespeto social de todos los tiempos es que se es ignorante porque se es campesino.

Me refiero, concretamente, a medios contextuales de sobrevivencia, no a la ignorancia relacionada con la situación frente a la educación formal, porque ahí sí que la pierde toda el campesino. Si el citadino no aprende un carajo en las aulas, fundamentalmente porque el programa de educación –básica y media– es un asco, el campesino sí que lleva las de perder. ¿Saben ustedes cuántos profesores tienen los estudiantes de bachillerato en un colegio veredal colombiano? ¡Uno! Imagínense ustedes lo terrible de tener solo un profesor para todas las asignaturas de un nivel; por ejemplo, un licenciado en Educación Física enseñando Español y Literatura, Matemáticas, Biología, Química, Física… en fin. Y ahora imagínense a ese mismo profesor enseñando todas las asignaturas de todos los cursos de todo el colegio. ¿Qué nivel de calidad se les puede exigir a los estudiantes, y qué exigencia se le puede hacer al profesor?

Pues eso es lo que hay en los campos colombianos; así que la decisión que toman los padres y el muchacho mismo es desertar para “hacer algo que sirva”, en vez de estar exponiéndose a las drogas y al reguetonto, que son tan peligrosas aquellas como este: ambos son alfombrados caminos a la estupidez y al delito.

Hoy los campesinos tienen acceso a los medios de comunicación, pero para mal, y pasaron de usar el lenguaje arcaico al lenguaje prosaico (por no decir lumpen). De su apego por sonidos ancestrales, tradicionales y folclóricos, se pasaron a la vulgaridad del reguetón y a la apología traqueta de los aires norteños, hoy suavizados con el nombre de “música popular”.

En aspectos productivos y económicos, los campesinos ganan por un producto agrícola más o menos (generalmente menos) la misma suma que los comerciantes, lo que parece justo a primera vista; pero la realidad es que al campesino le tocó asumir todo el riesgo y el tiempo (varios meses o un año o más), y muchas veces tiene que perder parte de la cosecha porque tiene la pequita o la manchita, o cualquier “irregularidad”. Al comerciante, en cambio, con una responsabilidad que dura un par de días, gana lo mismo, o mucho más. Es un asunto de mercado, tal vez (a lo Smith), pero no veo por qué no puedan igualarse las cargas y las ganancias, desde la legislación; en cambio, en vez de proyectos y programas de avanzada, el Gobierno nacional reparte subsidios sin control y regala uno que otro azadón el Día del Campesino, y ya.

Hay muchos más temas para agregar; pero pongamos estos dos, por ejemplos: alrededor de las “fincas” no hay hospitales ni puestos de salud; y las carreteras terciarias no tienen dolientes en el Gobierno, y son los campesinos mismos los que deben arreglarlas si quieren sacar sus productos a que se los compren –además– a precio de tripa picha.

Para qué alargar más este rosario de quejas. Baste decir, a manera de conclusión, que el gobierno mismo desprecia, como sarnosos, a quienes viven en “fincas”; pero los usan –eso sí– para carne del conflicto, y para que voten por los mismos que los están jodiendo (ah, sí; la ignorancia).

@PunoArdila

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