Por JORGE SENIOR
La Policía Nacional de Colombia comenzó el siglo XXI con una imagen desfavorable por debajo del 30%, pero sobrepasó ese límite en el segundo período de Uribe, manteniéndose por debajo del 40%. Sin embargo, durante el segundo período de Santos rompió el techo del 40% y luego el del 50%, aunque terminó el mandato del premio Nobel de Paz con 44%. En el gobierno de Duque la policía ha batido récords, superando el 60% de imagen desfavorable en varias ocasiones, aunque promediando alrededor del 56%, antes del Paro Nacional. Estas cifras sintetizan las encuestas bimestrales de Invamer Gallup y muestran un deterioro progresivo de la percepción pública de la institución en lo que va del siglo.
Si después de las protestas de septiembre de 2020 en Bogotá, donde fueron asesinadas nueve personas, la imagen negativa alcanzó el récord de 64%, es de esperar que tras los hechos acontecidos en el Paro de 2020, se batirá nuevamente el récord, lo que llevaría a un estado tal que dos de cada tres personas tendrían un concepto negativo de la Policía Nacional.
No obstante, el problema no es de imagen. Ese aspecto sólo refleja una profunda crisis estructural que exige una perentoria reforma democrática a la institución policial, salpicada permanentemente por escándalos de corrupción y violación de los Derechos Humanos, siempre sorteados por el gobierno con el cuento de “las manzanas podridas”. Una historieta que ya nadie se traga.
La gran dinámica de movilización social de abril y mayo de 2020, la perspectiva de una inédita alternancia en el poder ejecutivo y, quizás, la renovación del Congreso de la República -otra institución desprestigiada- abre grandes posibilidades de reformar para mejor los cimientos estructurales de la sociedad colombiana, hoy en crisis. La reforma policial debe ser una de ellas.
Desde esta columna aporto seis ideas para esa cirugía reconstructiva, más allá de la puntual eliminación del ESMAD. Estos son los seis puntos: doctrina, desmilitarización, carrera policial, selección, formación y mejora salarial. Veamos los tres primeros.
- Treinta años después de terminada la guerra fría y de reemplazada la obsoleta Constitución de 1886, tanto la policía como las fuerzas militares permanecen prisioneras de una ideología geopolítica que no tiene razón de ser en el mundo actual. Se trata de la doctrina del “enemigo interno” que criminaliza la protesta social y se enfoca contra los sectores populares y, en especial, contra los jóvenes. La persistencia de un par de grupos guerrilleros ayudaba a apuntalar este mito en la opinión pública con la contribución de los medios de comunicación. Pero el Acuerdo de Paz de 2016 y las redes sociales le han quitado el piso a ese relato. Ahora hay que dotar a la policía de una doctrina democrática.
- Además de una nueva doctrina la institución policial debe asumir a plenitud el carácter civil que le corresponde, pasar al Ministerio del Interior, darle más control a los alcaldes y, sobre todo, eliminar el fuero militar y pasar a la jurisdicción de la Justicia Ordinaria con el objeto de evitar la impunidad en los casos de corrupción y violación de Derechos Humanos. Con esta nueva visión la policía debe dejar de comportarse como un ejército de ocupación en los territorios urbanos y rurales, y convertirse en amiga del ciudadano, como corresponde a un servicio público.
- La policía debe democratizarse hacia afuera y hacia dentro. Es inaudito que en pleno siglo XXI exista discriminación clasista en las instituciones de un Estado que se dice democrático. Es absurdo que haya una carrera policial para clases inferiores (los suboficiales) y otra para clases superiores (los oficiales). Debe haber una carrera única para que cualquier agente tenga la posibilidad de ascender por méritos en la jerarquía, cumpliendo requisitos iguales para todos.
Los tres puntos anteriores implican un cambio profundo en la concepción de la institución policial y su lugar y función en la sociedad. Pero dicho cambio debe ir acompañado de una dignificación de la carrera policial. Esto incluye mayor rigor en la selección del personal que ingresa, una formación mucho más integral y de nivel educativo superior, y un salario digno de un servicio público de gran importancia para el estado social de derecho y que resulta ser de alto riesgo. Voy a referirme a continuación únicamente al aspecto formativo.
La formación de un policía de nuevo tipo parte de un bachillerato previo y puede configurarse como un programa especial de educación superior, el cual debe tener un fuerte énfasis en ciencias sociales, Derechos Humanos, psicología y resolución de conflictos. Se trata de formar un servidor público con un conocimiento básico del país, su historia, geografía humana, demografía, estructuras sociales, institucionalidad, marco normativo y economía (en especial economía del delito). Desde luego, también ha de incluir manejo de armas, defensa personal, condición física, criminología y criminalística. Este complejo educativo puede estructurarse con una formación básica y luego con cursos y especializaciones que sean prerrequisitos de los ascensos.
Las universidades también podrían facilitar la homologación de la formación policial para el caso de que la persona quiera abandonar la institución y dedicarse a otra profesión, de tal modo que, con algunos estudios adicionales, pueda graduar en alguna de las profesiones que se ofrecen en Colombia.
Decir que todo lo esbozado aquí es utópico equivale a insinuar que Colombia está condenada a la mediocridad, la intransigencia y el conflicto. Hay que contrastar nuestra realidad actual con ideales factibles para que dejemos de normalizar una institucionalidad monstruosa. Deja el pesimismo, activa tu esperanza.