Por HUBERT ARIZA*
La reelección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos es una tormenta perfecta que poco a poco se convertirá en un huracán, que tratará de destruir a su paso todo aquello que vaya en contravía de su particular manera de entender el uso y abuso del poder de un imperio que buscará recuperar a la fuerza el espacio perdido ante el auge y consolidación de nuevas potencias. Acelerará el nacionalismo, el proteccionismo, la expulsión de los migrantes y el desmonte de las conquistas sociales de los últimos años, profundizando la polarización interna y llevando el mundo no a la paz, sino al tránsito permanente por el túnel de su autodestrucción.
No son días de sol, ni de esperanza, para los defensores de la democracia cuando el péndulo de la derecha reaccionaria está de regreso y Trump se ve a sí mismo como un vengador sediento de revancha. Un cruzado anticomunista, capaz de diseñar ―como Ronald Reagan— un nuevo orden mundial, según sus propias obsesiones ideológicas y caprichos personales, imponiendo un gabinete que incluye megamillonarios excluyentes, como Elon Musk, que no solo manda cohetes a la luna, domina la red social X y experimenta con la mente humana, sino que ahora quiere desmontar el Estado e imponerse como el gran hermano orwelliano, que todo lo ve y todo lo sabe.
Mientras Trump baila y alista su revancha, diluvia en todo el planeta. Las imágenes de las nefastas consecuencias del calentamiento global, que niegan Trump y sus seguidores, están demostrando que la naturaleza está pasando factura a la humanidad y exige acciones urgentes. Pero Trump niega ese fenómeno con el aplauso de sus más radicales seguidores, la mayoría líderes autoritarios que han despreciado sus propias constituciones, el equilibrio de poderes, los derechos humanos, las libertades y los medios de comunicación independientes.
Nayib Bukele, de El Salvador; Javier Milei, de Argentina, o Jair Bolsonaro, de Brasil, están de fiesta en América Latina. En Colombia, la tormenta Trump se siente con fuerza. Los primeros nombres del gabinete de guerra a la izquierda democrática ―que para Trump es comunismo puro― postulados por el presidente electo de Estados Unidos, como Marco Rubio, quien ocupará el Departamento de Estado, son campanazos de lo que se avecina en esta parte del mundo, donde los presidentes Gustavo Petro, de Colombia; Lula da Silva, de Brasil, o Claudia Sheinbaum, de México, alientan una agenda de renovación democrática, y son equiparados por la extrema derecha norteamericana con líderes decadentes como Nicolás Maduro, de Venezuela; Daniel Ortega, de Nicaragua; o Miguel Díaz-Canel, de Cuba.
A pesar de que América Latina poco importó en el debate presidencial de Estados Unidos, ahora con Trump en el poder sí será importante todo cuanto se haga desde la Casa Blanca para intentar reorganizar el hemisferio occidental alrededor de sus intereses hegemónicos. En Venezuela, Maduro sabe que su régimen ha hecho méritos para convertirse en laboratorio de la nueva política de mano dura, como tanto han amenazado los halcones repotenciados de Washington. La amenaza de derrocarlo y llevarlo a la cárcel, como al fallecido exdictador Manuel Antonio Noriega de Panamá, ya no parece ciencia ficción, a pesar de contar con el auspicio de Putin y Xi Jinping. Aunque es bien sabido que las potencias tienen intereses, no amigos, y que cualquier solución de la crisis venezolana pasa por Moscú y Pekín.
El próximo 10 de enero de 2025, cuando supuestamente se iniciará el nuevo mandato de Maduro, quien cometió un descomunal fraude en las pasadas elecciones, se sabrá qué tanto habrá perfeccionado Trump su estrategia hacia esa nación vecina, rica en petróleo y paupérrima en democracia, exportadora de migrantes, violencia y miseria, que tiene a Edmundo González y María Corina Machado en la reserva para una eventual transición. Todo cuanto ocurra con Venezuela, será la receta que se aplicará a las demás naciones del continente, y ello golpeará a Colombia.
El impacto de los resultados electorales de Estados Unidos comienza, como es natural, a sentirse también en Colombia, donde el presidente Petro, firmante de la paz del Gobierno con el M-19 en 1990, lidera una agenda de reformas que incluyen la búsqueda de la paz total, mayor descentralización, profundización de la democracia, empoderamiento de los sectores sociales, alineamiento internacional con la izquierda gobernante, incluida China y Rusia, y desafío permanente al statuo quo.
La victoria de la derecha estadounidense ha acelerado la campaña presidencial colombiana y ha sacado del closet a la periodista Vicky Dávila, quien ha renunciado a la dirección de la revista Semana para lanzarse en busca del poder. Lo hará después de años de construir una candidatura con base a titulares escandalosos, publicación de filtración de conversaciones privadas, algunas de las cuales se sospecha provenientes del programa espía Pegasus, y un agudo y permanente enfrentamiento con el presidente Petro, quien la ha convertido en su sparring, empoderándola ante la opinión pública como la antipetro.
Dávila representa a la nueva derecha colombiana, que juega a ser outsider, sin militancia política ni pasado electoral, sintonizada con las tendencias de Milei, Bolsonaro, Bukele, que tiene en Trump a su mesías y se siente dueña de un discurso maniqueo de defensa de la democracia, pero cuando llegan al poder su objetivo es demolerla, como bien lo ha declarado el propio Milei, cuyo símbolo de poder es una motosierra, una herramienta que en Colombia se usó para asesinar a miles de líderes de izquierda y oposición en los peores años de la violencia paramilitar.
Dávila negaba hasta hace unos días que sería candidata, pero su lanzamiento se da cuando el Centro Democrático, con Álvaro Uribe contra las cuerdas judiciales, busca afanado un candidato de centroderecha que les permita soñar nuevamente con el regreso a la Casa de Nariño. No la tienen fácil. Sus heridas internas parecen insanables. Y a pesar de que el péndulo pareciera estar de regreso a la derecha en Estados Unidos y Europa, en Colombia las cosas no son tan fáciles.
La política con Petro en el poder es mucho más complicada, porque tiene una enorme base popular, maneja la chequera del Estado y su iniciativa política no ha encontrado un rival que lo frene. En el pasado, además, ya han triunfado alternativas de extrema derecha, con Uribe, o los outsider, como Antanas Mockus en Bogotá, la izquierda democrática con Petro, o la centroderecha con Juan Manuel Santos. Después de un Gobierno de izquierda como el actual, no se ve aún claro que la derecha tenga asegurado su regreso al poder y se dé un fenómeno como el de Trump, Bukele o Milei. Petro atacará con todo, las dificultades lo engrandecen.
De hecho, en Bucaramanga hace agua el capital político de un alcalde que se declaró el Bukele colombiano. Y no se ve quién quiera ser el Milei colombiano. Lo que sí se observa con claridad es que la derecha sigue extraviada aplaudiendo a Trump sin que tenga claro quién elevará sus banderas en 2026. Tampoco se observa quién será el sucesor de Petro, cuyo mandato entra en recta final con el sol a las espaldas y Marco Rubio y Trump resoplando como búfalos en sus narices, amenazando a Venezuela y conspirando para minar el poder de Lula y estimular el ascenso de la extrema derecha regional.
La tempestad perfecta de Trump puede convertirse en una noche oscura para la democracia y, a la vez, una oportunidad para que Colombia defienda la suya, sin miedo, con la Constitución en la mano. Escoger bien al sucesor de Petro es la tarea hacia adelante, para que llegue un líder que sepa defender los intereses vitales, como la agenda ambiental, el derecho a vivir en paz, la desnarcotización de nuestras relaciones, la superación de la pobreza y las reformas aplazadas. Es tiempo de pensar en serio en el futuro, para pasar el huracán Trump con la democracia viva.
Tomado de El País América
Muy buen escrito, ojala aceptaran algunas sugerencias.