Por YEZID ARTETA*
La vaina ocurrió en Somorrostro, la artificial playa del viejo arrabal de La Barceloneta. En la plenitud del verano, cuando cientos de miles de turistas colman la ciudad de Barcelona. La mejor época para los carteristas. Dos corpulentos jóvenes en vestido de baño le echaron mano a un ladrón que intentaba robar un bolso de la playa. Lo dominaron con una llave mientras llegaba la policía. El ladrón era flaquísimo, como un fideo. Un muchacho que iba con una chica se acercó hasta él para pegarle una patada. Se lo impidieron. “A estas gonorreas hay que darles duro”, expresó indignado. No había dudas de que era un paisano. Me acerqué hasta él para decirle: “cálmate loco, las vainas aquí no son como allá”.
Cientos de colombianos y colombianas fueron protagonistas de los desmanes ocurridos en las horas previas de la final de la Copa América en el Hard Rock Stadium de Miami. Violencia y vandalismo, fue el colofón de un momento épico del fútbol colombiano. Lo sublime, como dijo alguien, acabó en ridículo. La gesta de los jugadores de la selección absoluta quedó borrada de un plumazo por lo ocurrido en la capital de La Florida. Los medios y las redes volvieron, por enésima vez, sobre el listón de valores que predomina en la nación colombiana. Un debate pueril, en el que están ausentes la filosofía, la historia, la antropología y la sociología. La conclusión es siempre la misma: los buenos somos más que los malos.
Lo siento, Viejo Topo, la vaina no es por allí. En Colombia estamos realmente mal. La tabla de valores colombiana es una amalgama de clasismo, corrupción, leguleyismo, arribismo, gangsterismo y chismografía. Una tabla que aplica a todas las clases e ideologías. La parte noble del país hay que buscarla en ciertos hogares con una ética muy rigurosa, en alguna maestra de escuela que aún cree en la pedagogía, y en las pequeñas comarcas rurales del país donde la reputación y la decencia todavía guardan valor.
La discriminación y el servilismo, son dos columnas sobre la que se sostiene la vida cotidiana en Colombia. Es raro encontrar en la administración pública y los negocios privados algo de horizontalidad. El jefe o la jefa se aprovecha de su función o cargo para tratar a los subalternos como meros siervos. Los empleados, a su vez, se humillan y acuden a la lisonja, para no perder el empleo. A la discriminación y el servilismo se le juntó el gangsterismo, donde la violencia y el soborno son las llaves que abren y cierran puertas.
En países en donde la migración colombiana es pequeña y dispersa, no hay problema. Las malas mañas —como en la canción de Rubén Blades—, se van evaporando. Allí nuestros paisanos se vuelven ciudadanos modélicos. Son absorbidos por culturas en las que la agresividad, la deshonestidad y la patanería son inaceptables. Países en los que las armas sólo las llevan los cuerpos militares y policiales. En aquellos lugares donde la migración colombiana es masiva, amén de concentrarse en determinados conglomerados urbanos, como ocurre en Miami, la cosa pinta diferente. Allí se forman guetos que reproducen lo peor de Colombia. Lo ocurrido en la final de la Copa América es un botón para la muestra.
El problema no está en Miami. Está en Colombia. Lo de allá fue una extensión de lo de acá, pero con consecuencias imprevisibles para los protagonistas.
Tomado de Revista Cambio