No todo lo popular es bueno

Por JORGE SENIOR

El uso del término “populismo” como sinónimo de demagogia es equivocado.  El fenómeno político cultural que se intenta delimitar y comprender bajo ese concepto es bastante complejo y tiene muchas aristas, algunas de las cuales se aproximan a lo demagógico, pero otras no, pues representan legítimas aspiraciones de participación e inclusión.

Una de esas aristas que sí se arrima a lo demagógico es la idea de que “todo lo popular es bueno” y, por tanto, no se puede criticar.  Los políticos no critican lo popular por razones obvias, están pensando en votos. Los periodistas, igual, están pensando en el rating.  Y los columnistas no se atreven a criticar lo popular por temor a ser tachados de clasistas o intelectuales de m….

El culto demagógico a lo popular, sea sincero o aparente, subyace a los populismos de derecha y de izquierda y en épocas electorales invade todo el espectro político, sin excepción. Corrijo: ha habido excepciones, pero muy escasas. Pienso por ejemplo en Carlos Gaviria Díaz y quizás Antanas Mockus, en el tema de subir impuestos. Fue Mockus precisamente quien en un debate con el otro candidato, Juan Manuel Santos, llevó a éste a comprometerse: “yo le puedo firmar aquí en piedra, en mármol si quiere, en lo que usted quiera: no voy a subir tarifas” (refiriéndose a impuestos) y agregó: “voy a aumentar el recaudo generando más gallinitas que pongan más huevos, no matando la gallina de los huevos de oro”.  Después vendrían tres reformas tributarias, incluyendo la que subió el IVA del 16 al 19%.  Nos vio cara de huevones.

Si hay algo popular, es el machismo.  El machismo pudo ser adaptativo a ciertas exigencias del entorno en otras épocas.

El pueblo no es infalible.  De hecho, se equivoca a tutiplén. En las elecciones a cada rato se hace el harakiri y ya le dediqué una columna al voto suicida en época de cambio climático.  También hay voto “masoquista”.  En fin, larga es la historia de autogoles electorales, empezando por el pueblo alemán que encumbró a Hitler, obnubilación muy imitada por mis paisanos que idolatran a cierto ubérrimo hacendado. 

Hay toda suerte de “teorías” sobre esas equivocaciones intentando eludir la responsabilidad popular.  Los “abogados del pueblo” achacan el acontecimiento a diversas formas de manipulación de masas, que en el mejor de los casos constituyen explicaciones a medias, pero evaden el hecho básico de que los pueblos se equivocan porque son humanos y como humanos estamos llenos de defectos.  Somos acríticos, más emocionales que racionales, seguimos tradiciones por inercia y preferimos la gratificación inmediata sin medir las consecuencias.  Somos egoístas y cada vez más individualistas, pero no autónomos; por el contrario, somos heterónomos y débiles frente a la presión de grupo.  Arrastramos por evolución, desde los tiempos de la manada, decenas de sesgos psicológicos actualmente identificados por la ciencia, pero cuya superación no está incluida en los procesos formativos. 

Si hay algo popular, es el machismo.  El machismo pudo ser, quizás, adaptativo a ciertas exigencias del entorno en otras épocas, pero ahora es un lastre que causa problemas de violencia y limita la democracia.  El desarrollo capitalista, su lógica de mercado y la sociedad de consumo reventaron los anclajes de la tradicional sociedad patriarcal sin poder consolidar un nuevo modelo de convivencia.

Otro tanto sucede con tradiciones alimenticias que eran viables en sociedades campesinas poco densas, pero que hoy amenazan la existencia de especies debido al crecimiento de la población y el avance logístico que permite comerciarlas a gran escala en los lejanos centros urbanos. Pienso, por ejemplo, en el consumo de huevos de iguana o de hicotea en la Costa Caribe.  Esta problemática, sin embargo, es de menor importancia que el popular consumo de comida chatarra que afecta la salud de los colombianos produciendo sobrepeso, obesidad y enfermedades cardiovasculares.  En este caso no fue la tradición sino la innovación el desencadenante del problema, actuando sobre la necesidad arcaica de maximizar el consumo de calorías.

La religiosidad popular, manjar exquisito para los políticos populistas y conservadores, sí tiene una base en la tradición, pero también ha incorporado un ingrediente innovador en Colombia como producto de una invasión de sectas o corrientes religiosas de origen protestante estadounidense.  El pensamiento mitológico tiene virtudes funcionales como la cohesión social, y las congregaciones suplen necesidades psicosociales e incluso prácticas de las personas en situaciones de vulnerabilidad.  Pero la historia de la humanidad muestra el daño que las fantasías religiosas instituidas han producido desde la antigüedad: guerras, inquisición, yihad, represión, dominación, tortura, alienación, explotación.  Lejos de servir de fundamento ético para educar buenas personas, la experiencia muestra lo contrario -aún hoy- cuando vemos que desde la pederastia hasta el fanatismo asesino florecen en los huertos eclesiales.  El pensamiento de rebaño, prisionero del dogma, es un impedimento para el avance de la democracia y la educación científica moderna.  Las religiones fundamentalistas son opresoras, cercenan la libertad de sus fieles y facilitan el dominio político de las élites como vemos en EEUU, Brasil y Colombia.  El fanatismo, sea religioso, político o deportivo, es generador de violencia y peligros para la sociedad.

Más allá de la miopía política, el machismo, las costumbres alimenticias y la religión, la lista de los defectos populares que padecemos se extiende lejos, pero el espacio de este escrito se acerca al límite y múltiples aspectos interesantes de analizar se quedan en el tintero.  Al menos mencionemos algunos: la cultura del ruido y los altos decibeles afecta la convivencia cotidiana en los vecindarios hasta volverlos invivibles; la sociedad del espectáculo que mueve masas a granel con los negocios de farándula y deporte profesional pueden producir desde hooligans y batallas de barras bravas hasta la evasión de la realidad, un fútil escapismo enajenado; el masivo consumo de alcohol, por mencionar sólo la droga más peligrosa y popular, compite con el cáncer y la accidentalidad vehicular en incrementar la tasa de mortalidad. Mejor dejemos ahí. 

Todos estos aspectos de la cultura popular se retroalimentan en una especie de sinergia negativa y pesan como un piano en el hombro de la nación.  Y todos se presentan desde el estrato 1 hasta el estrato 6, para nada son exclusividad de lo que suelen llamarse las clases populares.  Aunque es posible que las diferentes clase sociales lo experimenten de manera distinta.

Finalizo dejando en claro que los pueblos tienen muchas cualidades en mayor o menor grado.  La principal de todas es ser trabajadores.  “¡Trabajen, vagos!” es un cabal consejo, pero no para la inmensa mayoría de los colombianos, sino dirigido a una buena parte de los políticos y de aquellos burócratas, funcionarios y contratistas inútiles que esos mismos politiqueros ponen a chupar la teta del Estado.

@jsenior2020

Blog La Mirada del Búho  

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