Por HUBERT ARIZA*
Cuando se cumplen dos años de la elección del primer presidente de izquierda en Colombia, proveniente del primer acuerdo exitoso de paz del siglo pasado, la última encuesta de Invamer Poll, contratada por Noticias Caracol y Blu Radio, revela que la popularidad del presidente Petro sigue cayendo y la desaprobación de su mandato se ubica en el 62%. Solo un 32% de los colombianos lo aprueba.
Esas cifras ratifican lo que todos saben en Colombia: que Petro ignora las encuestas, que no existe estrategia de comunicación, y que la lucha presidencial por el poder impone una agenda política en contravía de la opinión pública, que lo acerca a las bases sociales en los territorios, pero lo aleja de las clases medias y bajas en las grandes capitales.
En Bogotá, el 61% de los encuestados desaprueba al presidente, lo que significa que en dos años el mandatario ha aumentado en millones el partido de los arrepentidos en su fortín electoral. Se trata de gente formada, que votó contra las viejas maquinarias y la corrupción que representaba el candidato de la derecha, Rodolfo Hernández, hoy condenado por la Justicia debido a su intervención en negocios turbios cuando fue alcalde de Bucaramanga. Gente desilusionada que creyó en el cambio y hoy siente que este no ha llegado o llegó en reversa, arropado con las mismas mañas de la vieja clase política.
Todo ello muestra que la cuesta se hace más empinada para el Gobierno en su intento de reelegir su proyecto político en 2026, pasar grandes reformas en el Congreso que signifiquen un hito social, político, económico o ambiental y hacer realidad su estrategia del Poder Constituyente para cambiarlo todo.
A la mitad del mandato presidencial el balance hoy, en la retina de la ciudadanía, es un cóctel de grandes escándalos por corrupción, supuestas chuzadas a la Justicia, fuego amigo en la Casa de Nariño, crisis permanente en la estrategia de paz total, desafíos de los ilegales a la seguridad nacional, y caos galopante con un gabinete ministerial en preaviso con funcionarios descartables, lo que hace imposible creer que haya con qué y con quién reelegir el proyecto político del presidente Petro.
Poco pesan en el balance los logros del Gobierno del cambio, como mantener la economía a flote en medio de un mundo en crisis, haber pasado la reforma pensional, tener un Plan Nacional de Desarrollo que privilegia la vida y volcó el plan de inversiones a la educación y la reforma agraria, con un enfoque territorial y étnico, y esforzarse por cumplir los acuerdos de paz de La Habana.
Por supuesto que falta bastante trecho para que Petro alcance las cifras catastróficas de impopularidad que alcanzaron Andrés Pastrana, con su fallido proceso de paz con las FARC, con las que pactó políticamente, a través de Álvaro Leyva, para derrotar a Horacio Serpa, en 1998; o las de Iván Duque, como consecuencia, en especial, del mal manejo del estallido social y el incumplimiento a los acuerdos de paz de La Habana. Pastrana terminó su mandato con 22% de aprobación, y Duque con 27%.
La impopularidad del presidente, por supuesto, no es consecuencia del éxito de la oposición, que no tiene un líder visible que crezca mientras el Gobierno cae y se convierta en alternativa. Es más bien el resultado de un estilo de ejercer el poder que sigue haciendo crisis y que el país no logra, ni quiere comprender. Bien es sabido que el mayor opositor del presidente es él mismo y que quienes más daño le han hecho a su imagen son miembros de su propio Gobierno, como su hijo Nicolás y la financiación de la campaña presidencial, más los Olmedos y Snyder de la corrupción en la UNGRD, y el excanciller Leyva, con el contrato de los pasaportes, por citar dos ejemplos.
Las supuestas chuzadas a los magistrados son una narrativa que la administración ha enfrentado con valentía, abriendo las puertas de la Dirección Nacional de Inteligencia al Ministerio Público y la Fiscalía para desmontar las tesis de la oposición. Hay una enorme diferencia entre este caso y los días en que en el Gobierno Uribe chuzar era un verbo que se conjugaba con pasión desde el DAS y la oposición, incluida la Justicia, era escuchada y perseguida abiertamente y sin escrúpulo alguno. En la cárcel terminaron muchos de los culpables de esos hechos.
Con el paso de los meses el Gobierno del cambio mutó de la concertación y la cohabitación con el sector democrático del liberalismo y el conservatismo a un Gobierno radicalizado, de activistas y militantes, que no incluye otras voces del espectro democrático, porque los considera traidores en potencia; que busca funcionarios incondicionales que obedezcan con fe ciega las órdenes palaciegas y se acomoden a los dictámenes de una todopoderosa jefa de gabinete envuelta en escándalos permanentes; unos ministros que actúan como viceministros, porque ninguno puede contradecir al jefe ni brillar más que este; una agenda política que se impone desde los trinos del presidente; una confrontación permanente en la que se abren frentes de batalla todos los días, internos o externos; una negociación inentendible para las mayorías con la delincuencia organizada y las guerrillas a las que se trata como aliados y no como enemigos de la Constitución y el Estado de derecho.
Sí el presidente ha impuesto la agenda política y ha pateado tantas veces el tablero que el país se ha acostumbrado a sus genialidades que no terminan en nada, como la Constituyente, que se ha ido diluyendo entre escándalos de corrupción, denuncias de chuzadas y el apoyo del ELN y las disidencias de las FARC. La encuesta de Invamer Poll, precisamente, muestra que el 67% de los colombianos cree que el presidente quiere cambiar la Constitución y el 62% que busca reelegirse.
La pregunta es cómo podría reelegirse un proyecto político que vive en permanente crisis. Qué haría inclinar la balanza para que el país renovara el mandato a un gobierno de izquierda cuando la idea de la venezolanización de Colombia vuelve a abrirse paso, y la narrativa de la derecha de que Petro busca gobernar con la guerrilla en armas se hace más creíble para unas clases populares sin cultura política. El tono confrontacional del primer mandatario no ayuda a resolver las dudas, y, por el contrario, ratifica la tesis de que hoy la reelección se ve imposible.
Habrá que esperar qué nuevas caras llegan al Gabinete. Pero es claro que llegarán voces más radicales para activar la campaña permanente del petrismo por garantizar la permanencia en el poder, blindar al presidente de los ataques de la oposición y tratar de silenciar el fuego amigo. Tendrán esos ministros un reto inmediato: ejecutar los presupuestos, cuyos niveles son en algunos casos ridículos y demuestran un enorme grado de inexperiencia e inmadurez política. Y, por otro, acusar el golpe del ajuste fiscal, con un presupuesto nacional desfinanciado en 20 billones de pesos.
No la tiene fácil el Gobierno. Nunca la ha tenido fácil la izquierda en un país que ve moverse el péndulo hacia la derecha, que anhela que aparezca un Milei o un Bukele con acento uribista. Por fortuna para nuestra democracia no hay en el horizonte un candidato parecido a esos experimentos de mesías salvadores que utilizan la democracia para llegar al poder y demolerla desde adentro, desmontando el Estado de bienestar y las políticas sociales. Pero tampoco el petrismo tiene un relevo a su líder y el centro sigue sin asomar la cabeza en un clima permanente de polarización. La democracia colombiana se reinventa todos los días y en un año se sabrá qué tan capaz fue Petro de revertir la tendencia hacia la baja y darle una nueva oportunidad a la izquierda de soñar con seguir gobernando, sin reelección, garantizando el calendario electoral, sin tomar atajos ni soñar con salidas extraconstitucionales.
Tomado de El País América