El loro parlanchín

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Los peones empezaban a las cuatro y treinta de la mañana para no vérselas con el sol del mediodía, las iguanas se ocultaban entre el follaje del hobo, y Los techos de zinc resplandecían como espejos oxidados. El mundo parecía detenerse un instante, la brisa dejaba de soplar y el bochorno derretía tu piel. A esa hora nadie trabajaba en la sabana.   Nadie se aventuraba a la calle sin el ala protectora de un sombrero vueltiao o una sombrilla negra, por alguna razón agorera todas las sombrillas eran negras, y los pozos secos repetían el eco del último aguacero como una invocación ceremonial. En ese paisaje fantasmal, los árboles y los animales se convertían en sombras, espejismos de un horizonte sin fin. Trozos de fuego caían impasibles sobre los lomos del ganado como redobles de trompeta, verticales y amarillos.  

El verano era implacable. Al fondo, en un chinchorro de plátano, Lucho Rubio rascaba su barriga bajo un quiosco de palma, y su mujer se venteaba la entrepierna con un abanico de iraca. El cielo era completamente azul. No se veía una nube ni un pájaro volando. Los burros, inmóviles se guarecían a la sombra de un matarratón, y explayados en el andén fresco de cemento los perros flojos le hacían la siesta a un hueso; mientras, el loro cabeceaba en la rama de un achiote junto a la cocina. El sopor era mayor por cuanto no había viento; el sol parecía detenerlo todo, y las sábanas en el alambre no se movían cuando el Castizo las metió en una mochila junto al loro que no alcanzó a decir ni pío.

Su lengua había sido aplanada con una cuchara tibia, ron y ají picante, hasta que su pronunciación fue casi perfecta.

La pérdida de las sábanas irritó a la mujer de Lucho Rubio, que no hacía mucho las había comprado en el almacén de los turcos en Lorica; pero la desaparición del loro entristeció a todos, mucho más a Rafa, quien se había acostumbrado a su compañía desinteresada y afectuosa de más de veinte años. Ella vio partir una y otra vez a los hijos de Lucho Rubio, a quienes crió como propios, primero para el internado, luego para la universidad de Cartagena, y después cuando se casaron; pero ninguna despedida le había dolido tanto como ésta. Ese loro era el reflejo de sí misma. Su lengua había sido aplanada con una cuchara tibia, ron y ají picante, hasta que su pronunciación fue casi perfecta. Luego entrenado en el arte de repetir todo cuanto oía, el resto lo aprendió de la paciencia, el cariño y la cantaleta diaria de Rafaela, la vieja nana que le había enseñado casi todo cuanto sabía incluidas las malas palabras. Hablaba con tal nitidez y sentido de la oportunidad, que todos juraban que en verdad el ave discernía y seguía la conversación con plena conciencia de lo que decía. Reconocía a todos por su nombre, saludaba cuando la gente llegaba, se despedía, entonaba boleros y rancheras, traía a colación proverbios y adagios, justo cuando la ocasión lo exigía. Ladraba para asustar a los puercos, o azuzaba a los perros cuando los veía merodeando por la cocina, y hasta los hacía ladrar en vano dándoles una falsa voz de alarma, para luego reír a carcajadas…” Esos malditos perros están locos”, decía en coro junto a Rafa. El loro era célebre en toda la región.  Cuando desapareció, Rafa sintió que algo muy entrañable le había sido arrancado y su solitaria rutina doméstica se hizo más larga. Lucho Rubio le pasó el radio de la sala hasta la cocina, para que oyera las emisoras de Montería y toda la costa, pero ella lo desdeñó, nada remplazaría las entretenidas ocurrencias del loro, con el que además podía interactuar. Con nadie en la vida se había llegado a entender tanto; él aceptaba su piel negra y ella su plumaje verde sin reparos. Se acompañaban mutuamente desde que el sol salía hasta que anochecía; como un par de viejas, entablaban charlas interminables que a menudo tomaban rumbos insospechados. Eran conversaciones Dadá, que no precisaban de un orden, un hilo conductor coherente, no exigían comprensión; pero esa tarde del demonio el loro desapareció sin dejar rastro. —Tuvo que ser el Castizo—, dijo Rafa desde el principio, —ese desgraciado no respeta lo ajeno, solo él tiene la sinvergüencería de robar a pleno sol caliente. Tenía razón: hacía un tiempo los perros sorprendieron al Castizo jalando gallinas con un anzuelo usando como carnada granos de maíz, pero no había autoridad en el pueblo capaz de detenerlo. Durante una larga temporada la pobre vieja no tuvo sosiego. De paso por el callejón rumbo a su casa caminaba despacio y se asomaba por la cerca de palitos que daba al patio del Castizo con la esperanza de ver las sábanas robadas tendidas en el alambre. Uno de tantos días escuchó el fragmento de una ranchera que conocía de memoria. Armada de valor e impulsada por una emoción poco usada, empujó la maltrecha puerta y siguió derecho hasta el patio.  El canto se detuvo, ella siguió avanzando y desde un palo de totumos oyó una voz que le decía; —Rafa… ¿eres tú Rafa?, Raaafa.  Allí estaba el loro, todo trasquilado y con las plumas de las alas recortadas. Tomó una escoba en la mano para bajarlo del árbol y se dirigió iracunda al Castizo, —Puedes quedarte con las hijueputas sábanas —, le dijo, —pero este loro me hace mucha falta. Y así me mates, me lo llevo.

Eran tiempos de violencia. La región estaba desbordada, la inseguridad era total. Docenas de ladrones como el Castizo andaban a su aire en busca de lo ajeno sin dios y sin ley. Como si fuera poco, escuadrones de la muerte circulaban por ahí causando el terror en las áreas rurales y pueblos. Algunos en favor del gobierno, otros en contra. Chulavitas, o pájaros; chusmeros o cuatreros merodeaban por los caminos, asaltando, apaleando o asesinando a todo aquel que consideraban su enemigo o no pudiera demostrar lo contrario. Si bien al principio eran grupos con ideologías partidistas, rápidamente acabaron degenerando en cuadrillas de bandidos, que se dispusieron a terminar con su contraparte por aniquilamiento o sustracción de materia con la aquiescencia o indiferencia del estado. Aterrorizaban a sus víctimas, les hacían toda suerte de interrogatorios caprichosos para determinar sus tendencias políticas, su destino. La sensación de desamparo e incertidumbre era total, cualquier respuesta o silencio, podía ser un buen pretexto; nadie estaba a salvo. Los iniciados en lides políticas generalizaron un santo y seña como un intento desesperado para evitar el desastre: “copartidario”. Ante cualquier pregunta comprometedora solo eso deberían responder para no incurrir en equívocos. Aferrarse a ese vago concepto era lo único que posiblemente les permitiría salvar el pellejo frente una manada de irracionales, que en gran medida solía estar compuesta por analfabetas.

El Castizo se mantuvo activo, pese a su avanzada edad, y a lo peligroso que se había vuelto el oficio de robar de forma individual. Se movía sigilosamente; no hacía ruido, sus pies descalzos parecían flotar. Sus ojos cariacos de mirada felina detectaban el peligro, y hacía rodeos estratégicos en torno al objetivo como un gato montés. Era tanta su efectividad, que los agricultores sabían que de dos hectáreas de maíz, un cuarterón aproximadamente debían reservarlo para el Castizo, así como calculaban los imprevistos por la plaga, el invierno o el verano. Por vocación él prefería la noche, aunque sabía también que era el momento de los perros y los vigilantes; entonces optó por la hora de la siesta, cuando la modorra que producía el sol caliente estaba en su clímax y los perros soñaban con conejos sabaneros. Hacía incursiones frecuentes en las casas y cultivos de los alrededores para analizar el terreno, determinar la rutina de la gente y de paso, ver si algo estaba mal puesto o desprotegido, como ocurrió con las sábanas y el loro. Era entonces, en esos momentos, cuando quedaba expuesto a ser sorprendido echando mazorcas en una mochila que, dada la poca cantidad, generaba alguna complicidad entre los trabajadores y con frecuencia era disculpada, porque el hambre en la región era compartida. No obstante, en cierta ocasión fue agarrado por el dueño de un cultivo empacando en un saco una considerable cantidad de algodón, que dado lo reiterado del hecho, el hombre no estaba dispuesto a pasar por alto. Para eludir la acción del tipo, el Castizo se subió a un árbol grande con saco y todo, negándose a bajar. Todo el caserío se arremolinó al pie del palo cuando vieron que el hombre, hacha en mano comenzó a cortarlo. Impasible, sentado en una horqueta a más de diez metros de altura, el Castizo se puso a orinar lentamente, controlando el chorro para desestimular las intentonas del hachero. Cuando ya oscurecía, y viendo que nadie se iba, comenzó a tirar una por una las motas de algodón con las que se limpiaba el culo, y que los pelaos pateaban entre risas y burlas; —Ahí está su hijueputa algodón —, gritó.

Cierto día fue interceptado en el camino por uno de estos bandos a los que quiso evadir con el consabido “Copartidario”. —Si es copartidario nuestro, entonces es burrero—, le dijeron cuando lo vieron montado en su jumento, con dos bultos de yuca al costado y un trapo amarrado en su pie, porque un disparo había astillado su tobillo por andar robando ñame. Lo hicieron apear de su vieja burra y bajar los pantalones para obligarlo a comprobar, que sí era cierto que eran copartidarios. En medio de la humillación, y ante la imposibilidad de demostrar su militancia, le dieron tal muenda en sus nalgas flacas con su propio garabato, que aún le deben estar ardiendo en el infierno; al final de la golpiza le sacaron un nombre: Lucho Rubio.

La cuadrilla siguió por el camino real hasta que tropezó con la casa grande que el Castizo les había indicado. Ellos ganaban con cara o con sello. Si el dueño de casa era un liberal, podrían saquearla a placer, cortar algunas gargantas, saciar su lujuria con una que otra criada, comer, robarse lo que vieran de algún valor y finalmente incendiarla. Si era conservador, ya tendrían el almuerzo asegurado, pues casi siempre eran de buen recibo en las haciendas de los ricos que visitaban. Percatado de su presencia y, para zanjar toda sospecha, Lucho Rubio se anticipó a darles su “Saludo partidista”. Ellos, conocedores del ardid lo miraron de arriba a abajo, examinaron todo con recelo tratando de encontrar un resquicio, un libro, una bandera, un pasquín, una camisa roja tan solo, o sorprender en un lapsus a su interlocutor. Por sus botas de cuero, su cachiporra oficial y sus escopetas nuevas él supo que estaba en problemas, y condujo la conversación con toda cautela exigiendo con la mirada absoluta discreción a su mujer, quien solo atinó a decir en mitad del almuerzo que la política era cosa de hombres, eximiéndose de la conversación. Sin entrar en detalles, Lucho Rubio respondió sus preguntas una a una, hablando maravillas de las últimas disposiciones del gobierno. Exageró la sensación de seguridad que con grupos así les brindaba el estado, y justificó su negativa a donar toros a la corraleja de Cotorra, no por la crisis económica, sino por no volver a ver un trapo rojo en el ruedo. Todos festejaron la ocurrencia. Cuando ya se aprestaban a partir para continuar con su patriótico trabajo de seguridad y limpieza, satisfechos y agradecidos con el delicioso guiso de pato que les había brindado su copartidario, se dirigieron hasta la cocina para despedirse de la vieja Rafa y halagar su sazón. Fue entonces cuando desde el palo de achiote oyeron un grito cobrizo que horrorizó a unos y paralizó a todos: “rrrrrrr… ¡Viva el glorioso Partido Liberal”!  

(F)

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